
Guillermo Williamson Castro, Doctor en Educación y Académico de la Universidad de La Frontera.
A diario, las noticias nos muestran casos trágicos: niños y jóvenes heridos o fallecidos en actos violentos. Se arrestan a pedófilos que estaban bajo protección estatal, y los colegios se convierten en lugares de violencia, donde algunos adolescentes atacan a sus compañeros o profesores. Niños de tan solo 11 años son detenidos por robos en centros comerciales, mientras que jóvenes aparecen con disparos en comunidades rurales. Aunque los medios crean un ambiente de inseguridad, en muchos barrios populares y de clase media, la falta de seguridad para moverse, generar negocios o simplemente para tener tranquilidad es una realidad palpable.
El gobierno ha destinado importantes recursos a estrategias de control y represión, superando a administraciones anteriores. Aunque algunos delitos han disminuido, como el robo de madera en La Araucanía, este no se atribuyó a comuneros mapuche, sino a empresarios locales, y las noticias sobre este tema cesaron. La narrativa de la represión, que incluye más fuerzas policiales y militares en las calles, se ha vuelto predominante tanto en el discurso del gobierno como de la oposición.
La seguridad sin prevención no es suficiente.
Recientemente se ha establecido el Ministerio de Seguridad Pública para garantizar la seguridad y el orden público. Sin embargo, la represión y la implementación de protocolos de actuación ante delitos no son soluciones efectivas. Durante mis viajes por América Latina y Europa, noté que los chilenos eran percibidos como ladrones no violentos; el enfoque estaba en evitar dañar a otros. Pero hoy, la violencia, especialmente asociada a extranjeros, no hace distinciones entre clases sociales y ha cambiado la dinámica del crimen. La represión no puede revertir esta evolución cultural.
La educación es la clave.
En estos últimos años, la educación no ha sido una prioridad en las políticas gubernamentales. Es complicado obtener fondos del Ministerio de Justicia para educación postpenitenciaria, y los docentes se sienten inseguros en los colegios, donde el tráfico de drogas paraliza el proceso educativo. Muchos programas externalizados a fundaciones han tenido poco éxito, ya que la colaboración directa entre estado, academia y comunidades es esencial. Los Consejos Escolares carecen de poder real, lo que silencia las voces de estudiantes y familias.
Necesitamos un cambio radical en el sistema educativo.
Es fundamental priorizar la educación en los próximos años. Los docentes y las comunidades educativas deben ser valorados, y se debe fomentar un aprendizaje basado en la autodisciplina y el respeto mutuo, tal como lo enseñan los kimche mapuche. Debemos reconstruir el vínculo entre la educación y el territorio, así como entre el currículum y la comunidad.
Esto requiere un cambio fundamental en el financiamiento educativo, alejándonos de la medición estricta de estándares hacia una formación integral de docentes que contemple diversas filosofías educativas. Aún no disponemos de un sistema escolar que abarque adecuadamente la educación básica y secundaria. La educación intercultural está siendo desplazada en el currículum.
Mientras tanto, niños, adolescentes y jóvenes siguen esperando. Las organizaciones de la sociedad civil, aunque trabajan con recursos públicos, no están alterando la esencia del problema. Necesitamos que en los próximos años se dé prioridad a la educación pública en un sentido amplio, cambiando drásticamente el sistema educativo, su financiamiento y las políticas públicas. Sin una transformación educativa, no habrá seguridad ni paz en nuestra sociedad.
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