El impacto de las publicaciones en las redes sociales

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<p><em><strong>romanrisk.com</strong></em></p>
<p>La trilogía Matrix, lanzada a finales del siglo XX y principios del XXI, y dirigida por las hermanas Wachowski —quienes en ese entonces eran dos hermanos, reflejando así los rápidos cambios de género de las últimas décadas— nos ofreció una distopía estilizada: un universo en el que los cuerpos permanecen inertes, las mentes están inmersas en sueños, y la realidad es simplemente un software que permanece sin cuestionamientos. <strong>Lo que se presentaba como ciencia ficción se reveló, con el tiempo, como un retrato sorprendentemente preciso de las décadas posteriores</strong>.</p>
<p>Lo impresionante no era la revolución en sí. Era la eficacia del sistema. En Matrix, los humanos no eran simplemente oprimidos por un sistema, sino que eran imprescindibles para su funcionamiento. No de manera simbólica: físicamente. Conectados a máquinas, eran utilizados como fuentes de energía mientras sus cerebros eran alimentados con una realidad fabricada que los mantenía en calma. <strong>No necesitaban represión, solo un simulacro</strong>.</p>
<p>En esta narrativa, el gesto más sutil se revela: la mayoría de los conectados no solo está adormecida, sino que también es el hardware del sistema. Al soñar, sin saberlo, mantienen la maquinaria en funcionamiento. Literalmente, la Matrix los ordeña. Con cariño, si se quiere.</p>
<p>El verdadero héroe de la historia no era Neo, interpretado por un joven y atractivo Keanu Reeves, sino el propio sistema. Y su estrategia era impecable: no ofrecía verdades, sino sentido. <strong>Cada individuo cuenta con su propia historia, su propósito y su narrativa emocional, mínimamente verosímil. No es necesario que sea cierta; solo debe funcionar</strong>.</p>
<p>Por esto, más que una simple saga de ciencia ficción, Matrix se convierte en un esquema detallado de la arquitectura contemporánea: <strong>una red que extrae energía mientras proporciona relatos</strong>. Una simulación donde todo parece tener una lógica interna, aunque nada sea verdadero. Y donde, un detalle importante, nadie desea escapar. <strong>Porque una ilusión eficaz no necesita justificación: lo que requiere es continuidad</strong>.</p>
<p>Doscientos años después, no hace falta explicar más la alegoría. Solo hay que abrir un teléfono.</p>
<p id="el-concierto-como-escena-simb%C3%B3lica"><strong>El concierto como símbolo</strong></p>
<p>Pasadas dos décadas, quizás la mejor representación de cómo operaba esa Matrix ya no se encuentre en una distopía futurista, sino en algo más cotidiano: los conciertos. Porque si existe un espacio donde todo parece suceder en tiempo real, pero donde casi nada se da sin intermediación, es precisamente allí. La multitud canta, salta, graba. <strong>El espectáculo se ofrece, pero rara vez se observa de forma directa. La experiencia ya no se vive: se documenta</strong>.</p>
<p>Y aunque los libros de autoayuda insisten en la importancia de vivir el momento, <strong>la realidad revela que el instante siempre se posterga</strong>. No se valida en el momento en que ocurre, sino cuando se publica. El momento cobra sentido solo después de ser editado, subtitulado y compartido. Y así, se revela la dura realidad: <strong>el encuadre que creías único ya ha sido creado antes</strong>. Ha sido producido innumerables veces, con mejor técnica, mejor enfoque y mejor acceso al escenario. <strong>No es tanto una decepción por haber vivido poco, sino por dar cuenta de que tu mirada es intercambiable</strong>.</p>
<p>No fuiste al concierto para vivirlo realmente. Fuiste a grabar tu versión de lo que todos estaban documentando. La cámara de tu teléfono se ha convertido en la garantía de una presencia que ya no puede sostenerse sin evidencia. <strong>No importa lo que viste, sino lo que pudiste capturar</strong>. Y lo que capturaste —igual que todos— fue un fragmento vertical, limitado por los confines de la pantalla. Hoy, la realidad se consume en proporción 9:16. <strong>Todo lo que queda fuera de este formato es excluido de la experiencia</strong>.</p>
<p>Lo que no se incluye en el encuadre, no se comparte. Y lo que no se comparte, no existe. Así surge una nueva lógica de lo visible: no aquella que revela, sino la que confirma. No se trata de buscar una mirada única, sino de reproducir la misma coreografía con una mano diferente.</p>
<p>Lo inquietante no es que millones filman. Es que lo hagan de la misma manera, convencidos de estar haciendo algo distinto, <strong>cuando en realidad son simples cuerpos entregando su energía, como baterías, su propia energía a las redes, tal como en Matrix</strong>.</p>
<p id="el-marco-lakoff-las-met%C3%A1foras-y-la-pantalla-vertical"><strong>El marco: Lakoff, las metáforas y la pantalla vertical</strong></p>
<p>George Lakoff, lingüista de Berkeley y experto en metáforas, planteó una idea que, a primera vista, parece sencilla: no pensamos como creemos que pensamos. Las palabras no solo comunican ideas, sino que también las configuran. <strong>Y las metáforas no embellecen el lenguaje: lo estructuran</strong>.</p>
<p>Durante años, estudió cómo conceptualizamos la vida como un camino, las ideas como objetos y los argumentos como batallas. Pero quizás la metáfora más predominante en la actualidad no es verbal. Es una cuestión de interfaz. <strong>La vida ya no se narra como una historia: se desliza como un feed</strong>.</p>
<p>Esa forma, que parecía práctica —vertical, rápida, intuitiva—, ha terminado convirtiéndose en un marco. Primero literal, luego mental. El rectángulo 9:16 no solo encuadra la imagen; también constringe nuestra percepción. Lo que no cabe en esa proporción parece menos real. Lo que no se adhiere al marco, tiende a desaparecer.</p>
<p>De manera que, lo que antes era un simple gesto técnico ahora se convierte en forma simbólica. Ya no percibimos la realidad: vemos solamente lo que encaja. El encuadre no representa: condiciona. <strong>La metáfora dominante no es un concepto. Es una pantalla</strong>.</p>
<p id="salmon-contar-o-no-existir"><strong>Salmon: contar o no existir</strong></p>
<p>Quien mejor ha desentrañado el funcionamiento simbólico de la vida contemporánea ha sido Christian Salmon. En su obra <em>Storytelling</em>, lanzada cuando aún hablábamos de “narrativas” de manera prudente, explicó algo incómodo y brillante: <strong>que el relato ha dejado de ser un vehículo para la comunicación y se ha convertido en una tecnología de poder</strong>. No se informa, se narra. No se gobierna, se cuenta. No se persuade, se fragmenta en series.</p>
<p>No hay hechos, solo secuencias. No hay posturas, solo personajes. No hay política, solo narración.</p>
<p>En esta lógica, no es lo mismo una adolescente en un barrio marginal que una influencer de éxito. Aunque ambas hablen a cámara desde un cuarto poco iluminado, aunque parezcan espontáneas, aunque digan que “<em>esto no es publicidad</em>”, la diferencia es técnica y económica. <strong>Una tiene solo un iPhone, la última versión comprada a plazos. La otra, cuenta con una estructura narrativa</strong>.</p>
<p>Sin embargo, la verdadera figura del nuevo storytelling no es la influencer, sino el político. Aquél que ha comprendido que un hilo narrativo bien producido tiene más impacto que un programa de gobierno. El que construye antagonistas, giros argumentales, suspenso y épica —no para persuadir, sino para mantener la atención.</p>
<p>Porque el poder ya no necesita imponer una verdad. Solo necesita contar algo verosímil dentro del marco. Algo que se pueda seguir, que pueda ser compartido, que tenga ritmo y cierre. No se trata de tener la razón, sino de mantener la continuidad. <strong>La coherencia ha pasado a ser secundario. La historia, algo esencial. El relato —y solo eso— es un relato</strong>.</p>
<p>En este panorama narrativo, no existir es no ser contado. Carecer de historia es ser invisible. El silencio ya no representa marginalidad: es inexistencia. En este sentido, el storytelling no es un lujo. Es un requisito. <strong>La identidad no se busca: se redacta</strong>.</p>
<p id="lipovetsky-el-olvido-como-pol%C3%ADtica-de-ritmo"><strong>Lipovetsky: el olvido como política de ritmo</strong></p>
<p>Gilles Lipovetsky fue uno de los primeros en señalar que la lógica de la moda no se restringe a las boutiques, pasarelas o revistas. Ha pasado a formar parte de todo, silenciosamente y con efectividad. <em>El imperio de lo efímero</em>, su obra más citada —y menos leída—, no aborda la ropa en sí. <strong>Se centra en el tiempo, la velocidad y cómo el deseo, atrapado en ciclos de renovación constante, acaba disolviéndose en novedades superfluas</strong>.</p>
<p>Lo que en los años ochenta era un diagnóstico del consumo, hoy se erige como un manual de supervivencia simbólica. <strong>No solo se trata de tener una historia: hay que renovarla semanalmente. O, con suerte, más a menudo</strong>. El storytelling se ha convertido en series. Las series, en temporadas. Y las temporadas, en reels. <strong>El relato ahora tiene fecha de caducidad. La identidad, también</strong>.</p>
<p>Por esto, lo que no se actualiza se desdibuja. Y lo que no circula, desaparece. No hay necesidad de censurar lo incómodo: basta con olvidarlo. El feed no prohíbe. Simplemente reemplaza. En este movimiento constante, la memoria se vuelve una carga. No se necesita recordar; se requiere aparecer.</p>
<p>Para muchos centennials, Katy Perry evoca a una cantante de los años setenta. Más aún cuando solo tiene dos buenas canciones. Las melodías tienen una vida útil de una semana. Las causas, dos. Las polémicas, un largo fin de semana. Las promesas, un algoritmo. <strong>No es que nadie tenga memoria, es que la estructura está diseñada para que no sea necesario</strong>.</p>
<pAsí, la cultura se convierte en una secuencia de simulacros sucesivos que ocupan el lugar del sentido sin requerirlo. <strong>Cada nuevo relato no oculta al anterior, sino que lo diluye. Lo transforma en ruido, contexto, fondo de pantalla</strong>.</p>
<p id="sherezade-kate-moss-y-la-identidad-como-estrategia"><strong>Sherezade, Kate Moss y la identidad como estrategia</strong></p>
<p>En <em>Storytelling</em>, Christian Salmon recurre a un personaje que no pertenece al ámbito político, marketing o cine, pero que representa a la perfección la lógica del poder narrativo actual: Sherezade. Su estrategia es sencilla, desesperada y efectiva. No convence. No redime. No triunfa. Solo narra. Y al narrar, sobrevive. Si la historia se interrumpe, es asesinada. Así de literal.</p>
<p>Lo notable es que esa figura literaria —una mujer sin belleza excepcional, sin poder, sin ejército— se erige como el símbolo de una era en la que la única forma de continuar existiendo es no dejar de hablar. No hay identidad estable, solo continuidad narrativa. El relato como aire vital.</p>
<p>Años más tarde, en <em>Kate Moss Machine</em>, Salmon profundiza esta idea. Elige a una figura que, en principio, no parece tener relación con Sherezade: una modelo. Pero no cualquier modelo. Kate Moss no encajaba en los estándares físicos de su época. No era exuberante, no era altísima, no era “la más”. Pero poseía algo diferente: una superficie cambiante sobre la que se proyectaban todas las modas. <strong>Su figura no imponía estilo; absorbía relatos. Se dejaba narrar. O mejor dicho: se transformaba en relato</strong>.</p>
<p>John Galliano, que la vistió en varias ocasiones, la envió a la pasarela y le pidió que corriera como “<em>una Lolita perseguida por lobos</em>”, una frase imborrable. Esta imagen es inquietante, pero también precisa. Porque no solo habla de sensualidad; aborda el peligro. De la vulnerabilidad convertida en estrategia. Alguien que sobrevive siendo deseada, consumida, protegida y sacrificada, todo al mismo tiempo. <strong>Galliano, sintetizando a Nabokov pero en sentido opuesto, convierte la literatura en deseo.</strong></p>
<p>Kate Moss no creó una marca: construyó una secuencia. No tuvo una identidad fija: tuvo múltiples versiones. Ninguna definitiva, todas útiles. Así, sin decir demasiado o actuar, logró algo más complicado que destacar: permanecer.</p>
<p>La coherencia, como hemos visto, ha dejado de ser un valor. La metamorfosis es el nuevo código genético de la cultura. Y la supervivencia, una coreografía de relatos conectados. Si hay un hilo que une a Kate Moss con Sherezade es que ninguna pidió ser comprendida. Solo requerían no desaparecer.</p>
<p id="una-mente-%E2%80%9Cdespierta%E2%80%9D"><strong>Una mente “despierta”</strong></p>
<p>Retomando <em>Matrix</em>, <strong>toda narrativa necesita una tensión. Un héroe y su antagonista. Un redentor y alguien que desea que el otro permanezca soñando</strong>. En esta estructura aparece Cypher: no es el villano más malvado, pero tampoco es ingenuo. <strong>Conoce el sistema, lo desprecia y, no obstante, hace un pacto con él. No busca justicia, sino comodidad</strong>. A cambio de un corte de carne y una copa de vino —falsos, pero creíbles—, entrega todo lo que sabe.</p>
<p>No hace falta detallar a Neo. Todo el mundo lo conoce o cree conocerlo. <strong>Lo que esperas —en este punto del texto— es que me vista con un traje oscuro y relate cómo escapé del simulacro y dirigí la rebelión</strong>. Cómo tomé la pastilla roja, desperté y ahora vengo a descubrir los planos ocultos del sistema.</p>
<p><strong>Pero no. Fui el perfecto Cypher</strong>.</p>
<p>Mi vida —que puede verse como un plano secuencia, una tragicomedia o un melodrama cursi, según la banda sonora que la acompañe— me llevó, por accidente, a encontrarme con los libros antes mencionados. Y por casualidad o insistencia, también conocí a sus autores. <strong>No solo leí los manuales; escuché a quienes los escribieron. Comprendí sus argumentos</strong>. Observé cómo estaba construida la máquina. Vi su estructura. Y comprendí su código.</p>
<p>Y, en lugar de usar ese conocimiento para desarmarla, opté por recorrerla desde dentro.</p>
<p><strong>Ellos escribieron crítica. Yo la convertí en método. En un manual de acción</strong>. Donde otros identificaron distopía, yo vi un plano regulador. Donde algunos denunciaban espejismos, identifiqué interfaces. No traicioné a sus autores. Traicioné su propósito.</p>
<p>Y allí radica la diferencia. Cypher deseó regresar, pero solo con la condición de olvidar. Yo tomé la opción contraria. <strong>No pedí que me borraran la memoria. Pedí que me permitieran utilizarla</strong>. Usé el sistema sabiendo que lo era. Me moví con plena conciencia de que todo era relato, una representación, un encuadre.</p>
<p>Durante más de veinte años, hice lo que muchos ni siquiera se atreven a confesar: utilicé esa arquitectura simbólica para crear mis propios personajes. No fue uno: fueron varios. Cada uno respondía a una necesidad táctica. Un día, un intelectual del marketing casual —lejos de una caricatura “hipster latinoamericano”—; al siguiente, un consultor estratégico vestido a la perfección, con relojes analógicos costosos y un SUV nórdico. Necesitaba personajes para encajar y también para encarnar. <strong>Mientras otros buscaban autenticidad, yo diseñaba ficciones funcionales</strong>. Inventaba marcas, identidades, estrategias e incluso software para aquellos que se creen únicos y especiales: mis clientes de marketing y consultoría. <strong>Ellos obtuvieron sus productos y servicios, pero también sus personajes</strong>. Y también su «financiero».</p>
<p>Muchos aún piensan que Trump está loco. <strong>No comprenden que, a sus ochenta años, solo sobrevive porque cada día genera un nuevo relato, amplificado por millones de pantallas</strong>. Por mi parte, ya no interpreto a ninguno de esos personajes. Me deshice de ellos como quien se quita un traje que ha cumplido su función. No porque me arrepienta —ni por un segundo—, sino porque entré en una nueva etapa. Estoy en retiro del escenario, eso es cierto, pero solo para diseñar la infraestructura de la próxima narración. Mientras muchos se aferran al feed, yo trabajo en otra plataforma, diseñando y ejecutando la ingeniería, el código. <strong>No para escapar del sistema, sino para reescribirlo desde dentro</strong>.</p>
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He mantenido la estructura y las ideas fundamentales, pero he reformulado y reorganizado el contenido para darle un nuevo enfoque.

Con Información de desenfoque.cl

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