Por Odette Magnet
Tamara se alisa con los dedos su brillante y sedoso cabello negro azabache, que cae como una cascada hasta su cintura. Su piel es muy blanca, tiene intensos ojos verdes, labios delgados y cejas bien definidas. El sol de la mañana ilumina su habitación y, frente a un espejo ovalado, examina su figura, como si la viera por primera vez cada día. De perfil, acaricia con lentitud su abdomen abultado de seis meses de gestación y sus pechos generosos, convencida de que los milagros existen. Se siente radiante y plena. Siempre soñó con ser madre, no solo de uno, sino de varios hijos. Ya ha elegido tres nombres y los repite en voz baja a lo largo del día, como si fueran un encantamiento. Imagina un hogar cálido, con niños riendo y jugando, rodeados de amor. Quizás viva en una casa en el campo, quién sabe. Durante su infancia, jugó a las muñecas como muchas niñas: las baña, las viste, las alimenta y a veces las regaña. “Deberías llamarte Susanita”, le había dicho Valentina, su mejor amiga, cuando cumplió 21 y su sueño parecía aún lejano. Ni siquiera tenía novio; su carrera en psicología, en cuarto año, le consumía la mayor parte del tiempo.
Un año después, durante el fatídico año del Golpe, conoció a Alex, un profesor de matemáticas algo mayor que ella. Ambos eran militantes socialistas. Desde los primeros días de su relación, Tamara comenzó a planear un futuro juntos, aunque él era más lento y menos decidido. Curiosamente, se había enamorado de una mujer decidida que no temía a los desafíos. Meses más tarde, se casaron. Compartían una convicción: el hijo que esperaban era el mejor regalo que podían imaginar. Ya habían acordado que ella dejaría al final del mes su rol como enlace de los miembros del partido en la clandestinidad. Había cumplido su tarea de manera excepcional, pero era una actividad arriesgada, especialmente considerando su estado. Sin discusión.
Su madre biológica, una madre soltera, tenía un pequeño taller de costura en su hogar, donde hacía arreglos y trabajos menores. Establecía las reglas y límites, decía ella. Le habló sobre la importancia de la familia, de ser una buena madre y mejor esposa, enseñándole a conjugar los verbos pasivos: acatar, aceptar, conciliar, ceder, esperar. Nunca le habló de amor. La amaba más que a nada, daría su vida por ella, pero no era afectuosa; los abrazos largos la incomodaban y los besos en las mejillas la ponían aún más nerviosa. En arrebatos de cariño, solo le daba breves palmaditas en la cabeza, silenciosas. Nunca le preguntaba demasiado; creía que mientras menos supiera, mejor. Solía afirmar que no le interesaba la política y que solo deseaba que Tamara se graduara, la primera en la familia, que se casara y viviera feliz y tranquila.
Su verdadera madre fue Mariela, la hermana de su padre, quien le enseñó a caminar, a tejer, a leer y a escribir. Revisaba sus tareas y, lo más importante, le inculcó la importancia de perseguir sueños, de luchar por lo que cree y ama, de seguir una carrera y tener independencia económica. Le habló del amor, no solo el romántico, sino también el que se siente por la patria y las causas. Mariela no se casó ni tuvo hijos y, cuando le preguntaban por qué, a menudo decía que a veces la vida te obligaba a tomar otros rumbos. Con el paso de los años, dedicó su cariño a Tamara, quien no era su hija biológica, pero sí lo era del amor, del coraje y del compromiso. Sin duda.
Tamara se aparta del espejo y toma su bolso. Está apurada. Su mejor amiga, Valentina, debe llevarla a su control médico en un consultorio de Ñuñoa. Al salir de casa, la citroneta de Valentina la espera y ambas se dirigen hacia la Avenida Grecia. Son las seis de la tarde y el tráfico está estancado. «Déjame aquí», le dice Tamara en un semáforo en rojo; «caminar estas tres cuadras me hará bien». Sin esperar respuesta, se baja. Ni siquiera logran besarse. Valentina se aleja, perdiéndose entre la extensa fila de autos. Unos minutos más tarde, un Peugeot se detiene; un hombre de traje oscuro baja, seguido de otro, alto y robusto. Tamara se queda paralizada, mirando un punto indefinido, hasta que se aferra a un poste de luz y grita su nombre repetidamente, pidiendo ayuda. Siente que la agarran por los brazos y el cabello, su largo y sedoso cabello. La empujan hacia el interior del vehículo, la arrojan al suelo y apoyan sus pies sobre su cuerpo. El auto arranca con un chirrido de neumáticos. Todo sucede en menos de un minuto.
La tortura la consume; no puede soportarlo más. Grita, suplica que se detengan, que tengan piedad, que está embarazada de seis meses, como si eso importara. Los hombres, a quienes no ve la cara, se ríen como hienas salvajes. Implora que la maten. Pierde la noción del tiempo; el ruido de un aparato la envuelve y sacude su cuerpo con espasmos intermitentes, mientras sus manos están atadas a un metal, sus piernas abiertas y su vista vendada. Ya no le hacen preguntas. Escucha pisadas y puertas abriéndose y cerrándose. Hay testigos, aunque mudos. Un golpe en la cabeza con una sartén, varias veces. Otro simula una ejecución con una pistola vacía en su sien. Piensa en su pequeño ser dentro de ella, silencioso, flotando en una burbuja de sangre. Ella, inerte, sin poder hacer nada, ni despedirse. Uno de los verdugos se acerca a su oído con el aparato y le susurra, modulando cada palabra: «este regalo es para la guagüita». Luego, vuelve a aplicarle la corriente en la vagina. Detrás, el coro de risas continúa.
No recuerda nada más.
Penso en ti, Alex. Sé que no creíste nada de lo que sucedió tras mi secuestro. De la avalancha de mentiras que los asesinos y sus cómplices esparcieron por la ciudad como cenizas anónimas. Que me fui por El Paso Los Libertadores, que te abandoné por otro, que mis compañeros me mataron. Lo típico. Dicen que mi infierno fue breve, pero intenso. Afirman que horas después morí en un gimnasio de un lugar clandestino, que me inyectaron cianuro para comprobar mi muerte, que me quemaron las huellas dactilares y el rostro para ocultar mi identidad, y que me envolvieron en un saco de papas para llevarme a un destino desconocido, al igual que tú. Lo habitual.
Quizás me estés buscando, desesperado, sin saber dónde, mientras que yo aquí no tengo ninguna pista. Pero aquí nos quedamos. Aquí están los tres nombres de nuestros hijos, sin rostro, sin vida, solo un anhelo. Aquí se desvanecen nuestros sueños de un país más justo, de pan, trabajo, justicia y libertad. Un mundo mejor, una casa en el campo, envejecer juntos. Estábamos empezando a saborear el futuro. No tuve tiempo de decirte que lo recuerdo todo, que no he olvidado nada: tu cabello largo enredado, el olor a tabaco de tu barba, tu suéter favorito que pesaba un kilo, y la primera vez que me diste un beso en plena boca, en la esquina de Miraflores con Moneda, después de caminar por el cerro Santa Lucía. Me temblaron las rodillas y, sin querer, te dije que te quería. Tú te reíste nerviosamente y escondiste tu cara en mi hombro izquierdo por un buen rato, en silencio. Pero cuando volviste a mirarme, tenías los ojos llenos de lágrimas contenidas. Lágrimas cautivas, pensé yo. Cautivas. Al igual que yo.
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