La teoría económica tradicional puede compararse con esas viejas recetas médicas: ofrecen una supuesta precisión científica, pero a menudo resultan tan útiles como las oraciones medievales para curar a un enfermo febril. En el ámbito económico, al igual que en la medicina, hay explicaciones que parecen correctas y otras que realmente son efectivas.
Desde hace años se sostiene que los mercados financieros funcionan como máquinas racionales, operadas por complejos algoritmos que detectan patrones en gráficos impenetrables, interpretando ciclos como si fueran partituras de Bach. El trading de alta frecuencia se presenta como capaz de anticiparse al mercado con la exactitud de un cirujano robótico. Sin embargo, basta una noticia inesperada, incluso un rumor bien lanzado, para que esos sofisticados sistemas se conviertan en estampidas nerviosas, con inversores que huyen como adolescentes ante un examen sorpresa.
Lo sorprendente no es que las emociones sean determinantes, sino que algunos todavía eligen ignorarlas. Estas emociones—pánico, euforia, apatía, esperanza—no son meras reacciones fortuitas del mercado. Detrás de ellas, hay actores que pueden gestionarlas, inducirlas e incluso explotarlas de manera estratégica.
En Yale, se presentó un esquema sencillo para comprender este tumulto emocional:
- Alta energía positiva: euforia, optimismo desbordante, codicia.
- Alta energía negativa: pánico, ansiedad, desesperación.
- Baja energía positiva: calma prudente, satisfacción moderada.
- Baja energía negativa: desesperanza, apatía, resignación.
Lo que no mencionan los científicos, pero que algunos estrategas discretos comprenden, es que estas emociones pueden ser provocadas. El mercado financiero podría parecer menos un laboratorio racional y más un teatro en el que los actores, convencidos de que improvisan, ignoran que sus papeles fueron escritos mucho antes de abrir el telón.
Porque al final, como en las mejores narrativas, incluso la improvisación sigue un guion.
Del mercado financiero a la calle: Las emociones como coreografía invisible
Hay momentos en que los mercados parecen estar influenciados por anfetaminas o por un polvo blanco—tan insidiosamente común en algunas salas de negociación—saturados de optimismo como si hubiesen hallado una fuente inagotable de riqueza tras cada gráfico. En esos instantes, los inversores, personas serias con títulos admirables y un lenguaje elaborado, actúan como adolescentes en una fiesta, convencidos de que la fortuna será infinita. Es tiempo de alta energía positiva, donde surgen burbujas irracionales, desde la locura inmobiliaria previa a 2008, hasta la reciente fiebre de las criptomonedas, donde cualquier activo, por absurdo que fuera, parecía un boleto ganador.
Sin embargo, como ocurre en todas las fiestas artificialmente estimuladas, alguien enciende la luz y todo termina de golpe. La euforia se transforma en alta energía negativa, donde el miedo sustituye al optimismo de manera desconcertante, y los algoritmos antes infalibles se revelan tan inútiles como un paraguas en un huracán. Lo que antes era confianza ilimitada se torna en una avalancha financiera, similar al momento en que los pasajeros se dan cuenta de que el avión carece de piloto. Sucedió con Lehman Brothers en 2008 y con Silicon Valley Bank en 2023, cuando esos mercados, supuestamente «perfectamente predecibles», se convirtieron en una multitud desesperada buscando cualquier activo que prometiera algo de seguridad.
Luego llega una calma silenciosa, la baja energía positiva, en la que los inversores regresan cautelosamente a evaluar daños. Es una fase de prudencia, en la que traders antes propensos al riesgo demuestran cualidades casi monásticas. Son los tiempos de Warren Buffett y sus seguidores, esos héroes aburridos que compran cuando nadie lo hace, sonriendo con discreción mientras el resto lamenta sus pérdidas.
Pero si la recuperación se demora, la prudencia se transforma paulatinamente en resignación. El mercado entra en la baja energía negativa, donde ya nadie alumbra esperanzas de recuperación y la apatía se asienta como un huésped molesto que no se va. Japón ha estado atrapado en esta melancolía financiera durante décadas. Son momentos en los que el capital no solo pierde valor, sino también ilusión.
La gran paradoja es que estos ciclos emocionales, tan cruciales como a menudo ignorados por los analistas convencionales, rara vez son espontáneos. Frecuentemente, ciertos actores—dotados de esa inteligencia especial que muchos llaman oportunismo—han aprendido a reconocer, inducir o incluso aprovechar estos cambios emocionales. Quizás tras cada gran pánico financiero o cada gran euforia haya alguien manejando con discreción los tiempos, silencios y rumores.
Porque, al fin y al cabo, si algo demuestra la historia financiera es que el caos, lejos de ser accidental, suele ser un diseño estratégico.
El efecto dominó: cuando las emociones del mercado bajan a la calle
La economía real y el mercado financiero mantienen un vínculo extraño, similar a esos vecinos que se ignoran mientras cada uno atiende a sus asuntos. Sería ideal si no fuera porque, tarde o temprano, lo que ocurre a un lado termina llamando a tu puerta.
Cuando los mercados están invadidos de optimismo—alta energía positiva—la economía cotidiana se ve inundada de crédito fácil y expectativas infladas. Es la era dorada del dinero barato y las ilusiones costosas, como sucedió en España antes del colapso inmobiliario de 2008, cuando un peluquero podía salir del banco con una hipoteca millonaria, convencido de que vender apartamentos era tan sencillo como cortar cabello. Los negocios abrían sucursales con la rapidez de una franquicia, sin presentir que la bonanza era más un decorado teatral que una verdad tangible.
Cuando la burbuja estalla—alta energía negativa—el impacto se siente de inmediato en las calles. Tras el colapso de Lehman Brothers en septiembre de 2008, bancos que antes otorgaban créditos sin demasiadas preguntas cerraron de forma abrupta, dejando a cafeterías y pequeños talleres sin financiamiento y pronto, sin clientes. Comerciantes que jamás habían oído hablar de Lehman Brothers se encontraron con que sus negocios dependían dramáticamente de decisiones tomadas por ejecutivos en un rascacielos de Nueva York.
Luego llega una calma extraña, la baja energía positiva, cuando pequeños empresarios y comerciantes alzan la mirada para evaluar los daños con una cautela casi paranoica. Así sucedió en ciudades estadounidenses como Michigan y Ohio después de 2010, donde los propietarios de pequeños negocios comenzaron a reinvertir con extrema precaución, mirando con desconfianza las sonrisas amables de los bancos que poco antes los habían abandonado. Ahora, cautelosos y escépticos, preferían un crecimiento monótono pero seguro.
Si la recuperación nunca llega, la prudencia degenera en resignación. Es el momento de la baja energía negativa, caracterizado por la apatía, la desesperanza y la falta total de expectativas. Chile, tras el estallido social de 2019 y el golpe económico de la pandemia, ejemplifica perfectamente esta fase. Una sociedad que había estado optimista y emprendedora durante tres décadas se sumió paulatinamente en un clima de incertidumbre, agravado por la llegada inesperada y masiva de inmigrantes venezolanos, cuyo desenfreno y despreocupación por las normas desarticularon la frágil cohesión social chilena. Así, comercios y pequeños empresarios comenzaron a vivir el día a día, sin planes definidos, acostumbrados a una clase política incapaz de ofrecer certezas.
La paradoja final es que estos ciclos que parecen espontáneos, frecuentemente son provocados desde lejos por actores discretos. Las emociones que movilizan la economía—euforia, miedo, prudencia, apatía—son inducidas o aprovechadas de forma estratégica, con la elegancia sutil de quien maneja hilos invisibles desde detrás del escenario.
Porque en economía, como en teatro, la improvisación puede ser la ficción más sofisticada.
Las crisis financieras han demostrado que el éxito rara vez corresponde a quienes cuentan con más recursos, mejores analistas o algoritmos sofisticados. Más bien, favorece a aquellos que comprenden antes que nadie que el verdadero capital del mercado no es el dinero, sino las emociones que lo acompañan.
Durante los períodos de euforia financiera, proliferan los enriquecimientos rápidos. Pero en tiempos de precaución, o aun peor, en fases prolongadas de desesperanza, lo crucial no es el capital inicial, sino anticipar las emociones antes de que los titulares las anuncien con sorpresa fingida. La inteligencia financiera, entonces, es tanto analítica como emocional y narrativa.
Esto plantea una incómoda pregunta: si estos ciclos emocionales no son espontáneos, sino inducidos de manera discreta, ¿quién los gestiona, cómo lo hace y con qué finalidad?
En el ámbito político esto es bien conocido: existen estrategas especializados—eficaces y cínicos—capaces de manejar emociones con precisión quirúrgica. Mobilizan indignación, provocan esperanza o generan desánimo según cálculos fríos. En los mercados, ocurre algo similar, aunque con mayor sutilidad. Hay actores que inducen ansiedad colectiva, filtran euforia con informaciones oportunas, o alimentan el pánico según lo que les beneficie.
El caso argentino, con Javier Milei en el centro, ofrece una ironía irresistible. Milei llegó al poder denunciando con fervor la «fatal arrogancia» del Estado al interferir en el mercado. Resulta curioso que un país elija como presidente a alguien que mantuvo diálogos frecuentes con su perro muerto, pero más extraño es que Milei—un firme defensor del libre mercado—haya terminado siendo víctima de la vieja paradoja argentina del dólar barato. Esa tradición, arraigada en el mito de la «plata dulce», sostiene que un dólar artificialmente bajo es sinónimo de estabilidad y prosperidad, aunque la realidad insista en demostrar lo contrario. Ningún gobierno fija un precio—menos aún el del dólar—para que este suba más allá del mercado. Lo hace para contenerlo, ofreciendo una ilusión de prosperidad económica que la realidad no puede sostener.
Sin embargo, para mantener un dólar bajo, hay que generar dólares. Y si la economía argentina no produce dólares, siempre está el Fondo Monetario Internacional, que cada cinco años, con una generosidad inexplicable, otorga al país cantidades significativamente superiores a lo razonable. Lo que Milei hace abiertamente—más por ingenuidad que por sabiduría—es un juego que siempre había permanecido oculto. No es que haya desafiado el sistema, sino que, sin querer, ha puesto en evidencia sus entresijos con torpeza. Tradicionalmente, el objetivo era mantener la ilusión de un dólar bajo sin admitir jamás su manipulación. Milei, en cambio, lo ha convertido en un espectáculo público. Defensor apasionado de la lógica económica, terminó protagonizando una contradicción perfecta: denunciaba intervenciones y terminó interviniendo, pregonaba la libertad y acabó negociando dólares en Washington.
En este caso, como en muchos otros, la supuesta racionalidad económica resulta menos convincente que el guion estratégico que intenta disimular. La economía argentina no es un caos espontáneo, sino un caos meticulosamente diseñado, actuado y representado por personajes que solo parecen improvisar.
Porque, al final, tal vez la improvisación económica no sea más que una ficción extraordinariamente bien diseñada.
La improvisación también tiene guion
Al final, resulta que la teoría económica convencional y sus defensores—con sus complejas gráficas y algoritmos quirúrgicamente precisos—se asemejan a esos espectadores que salen encantados de una obra de teatro, convencidos de haber sido testigos de algo único, espontáneo e irrepetible. Desconocen, o fingen no saber, que lo que etiquetaron como improvisación fue, desde el principio, un guion meticulosamente escrito, ensayado y ejecutado con una precisión absoluta.
Porque, aunque a algunos les resulte incómodo admititlo, los mercados financieros son también escenarios donde ciertos actores saben con precisión cuándo debe ocurrir la próxima crisis, cuándo conviene inducir la euforia, y en qué instante es más rentable una pizca de desesperanza.
Lo verdaderamente curioso no es que las emociones sean tan fundamentales, sino que al día de hoy aún existan expertos dispuestos a pasarlas por alto. Quizás porque aceptar que las decisiones financieras dependen más del estado de ánimo de los inversores que de fórmulas matemáticas resulta tan incómodo como aceptar que esas misteriosas estampidas financieras, en realidad, pueden haber sido provocadas desde el inicio.
Porque, en definitiva, quizás los mercados financieros sean como esas funciones de teatro donde todos creen que improvisan, aunque en realidad alguien, detrás del telón, les ha asignado cuidadosamente el guion. Misterios de la economía.
Con Información de desenfoque.cl