Por Carlos Cantero Ojeda, Geógrafo y Doctor en Sociología[1]
Me duele escuchar críticas hacia la política, que es fundamental para la democracia. Es claro que los políticos no logran conectar con las esperanzas de la ciudadanía ni abordan adecuadamente el bien común, lo que conlleva un alto costo en legitimidad y perjudica la democracia. Resulta sorprendente la falta de liderazgo, la escasez de una narrativa basada en principios y valores, así como la incapacidad de respuesta ante crisis.
Es un error enfocar la crítica a la corrupción únicamente en el ámbito político y público. Esta visión genera una opacidad que permite que los corruptos se oculten y operen con impunidad. La corrupción existe tanto en el sector público como en el privado, y sobre los corruptos debe recaer el peso total de la ley. Es crucial reconocer que la corrupción en el ámbito público es alimentada por corruptores del ámbito privado. Por lo tanto, la atención no debe centrarse en lo público o lo privado, sino en la corrupción en todas sus formas. Esto no se relaciona simplemente con leyes, sino con valores, educación y cultura.
En tiempos en que criticar lo público y la política se ha vuelto habitual, es importante reflexionar sobre una idea poco considerada: el poder nunca desaparece, simplemente cambia de manos. ¿Quiénes son los nuevos detentadores del poder que pierde la política? ¿Estos nuevos líderes trabajan por el bien común o por intereses particulares? Se critica frecuentemente a los políticos por no atender las urgencias de la ciudadanía, pero esa crítica necesita traducirse en responsabilidad ciudadana durante las elecciones. Es la gente quien elige y, con frecuencia, opta por más de lo mismo, incluso eligiendo a quienes fomentan la división del electorado y la polarización de la opinión pública, lo que degrada la política bajo el lema “Divide y vencerás”. La política debería ser, de hecho, un ejercicio de alcanzar acuerdos democráticos en un marco de pluralismo.
En mi obra “Sociedad Digital, Laicismo y Democracia”, sostuve que los extremos se encuentran en el materialismo, que reduce a la persona a un simple elemento dentro del juego del Estado y del mercado. Se evidencia un debilitamiento de los valores humanistas y la dignidad humana, donde prima la condición económica o el poder adquisitivo, incluso en los servicios públicos más básicos como la salud y la educación, donde las personas son sometidas a dogmas economicistas o son víctimas de abusos por parte de individuos sin escrúpulos.
Un aspecto alarmante es la pérdida de referentes éticos; el laicismo continúa en una anticuada tensión entre el poder temporal (Estado) y el poder espiritual (religión), así como en una confrontación constante entre la Iglesia y la Masonería, ambas instituciones sufriendo hoy el Síndrome de la Intrascendencia. En el seno de la sociedad, emergen (sin freno) nuevos dogmas. Ya no son de carácter religioso, sino que son impuestos como auténticas creencias absolutas desde ámbitos ideológicos y económicos, así como por grupos de poder. Dominan el mundo, guiados por algoritmos digitales, inteligencia artificial y Big Data, dando lugar a nuevas formas de dominio y sometimiento, a una nueva dialéctica de amo y esclavo. ¿Cuánto sabemos sobre ello? ¿Existen reflexiones y pensamiento crítico al respecto?
Es crucial reivindicar la ética, promover la probidad, realizar un valor de la excelencia y el mérito. Sin embargo, ninguna institución ni medio lo está haciendo. Por el contrario, somos bombardeados por un diluvio de materialismo, un apostolado de superficialidad, un asedio de nihilismo (degradación de los valores) y una compulsión hacia el hedonismo o el placer desmedido, la autoexhibición y la ruptura de la intimidad, promoviendo una sociedad del deseo que devalúa el sentido de la vida.
El mal prevalece cuando el bien no actúa. La inacción durante esta crisis ética se convierte en complicidad, indiferencia y banalidad. Pensando en lo que debería ser, expreso mi profunda valorización por el servicio público. Considero un acto de amor el compromiso de servir a una comunidad. Ser llamado al ámbito público, ya sea a través de una elección, un concurso o un nombramiento legítimo, es la mayor dignidad y distinción para un individuo. Esto representa un honor que demanda lealtad, honestidad, compromiso, valores y competencias para servir a esa comunidad con dignidad y excelencia. ¡Que así sea!
[1] Carlos Cantero ha ejercido como Alcalde, Diputado, Senador y Vicepresidente del Senado de Chile.
Con Información de desenfoque.cl