El mundo se encuentra inmerso en una transformación profunda y acelerada, caracterizada por el declive del orden internacional establecido tras la Guerra Fría y el surgimiento de uno nuevo que aún se encuentra en desarrollo. Este cambio no es lineal ni pacífico; está repleto de tensiones, realineamientos y desafíos que reconfigurarán el equilibrio global en las próximas generaciones. En este contexto, varios escenarios emergen como fundamentales para comprender el futuro inmediato.
En la década de los 90, el politólogo Joseph Nye introdujo los conceptos de «poder duro» y «poder blando», subrayando que en el siglo XXI, las naciones más exitosas serían aquellas que integran ambos para alcanzar lo que él denominó «poder inteligente». Sin embargo, la realidad actual es diferente: el poder se manifiesta (no basta con afirmarlo), a través de la realpolitik, la defensa de intereses nacionales (diplomacia del miedo), amenazas militares (ya sea directas o indirectas mediante «empresas privadas») y sanciones económicas (arancelarias) para forzar a un país a actuar de cierta manera.
Un continente en crisis
Estados Unidos parece estar abandonando su papel tradicional como garante de la seguridad europea, dirigiendo su atención hacia la región del Indo-Pacífico. Este cambio no es fortuito, sino una respuesta a la necesidad de contener el ascenso de China, su principal rival geopolítico. La alianza militar en formación, que involucra a Taiwán, Corea del Sur, Japón y Australia, así como el control estratégico del Mar del Sur de China y el Estrecho de Malaca, refleja esta nueva prioridad. Este rumbo señala el ocaso de una era: la de la contención de la Unión Soviética y la preeminencia de Europa en la política exterior estadounidense.
Mientras tanto, Europa se encuentra en una situación incómoda y vulnerable. Con Estados Unidos en retirada, la OTAN se europeíza —aunque con pocas perspectivas de sobrevivir— y los países de la Unión Europea se verán obligados a incrementar su gasto militar y a reevaluar su capacidad defensiva ante una Rusia fortalecida.
La pregunta es evidente: ¿posee Europa la capacidad y la voluntad política para contener a Rusia sin el respaldo estadounidense? La exprimera dama norteamericana y destacada defensora de los derechos humanos, Eleanor Roosevelt, afirmaba que «no es suficiente hablar de paz. Hay que creer en ella. Y no basta con creer; es necesario trabajar para lograrla». Sin embargo, los recientes paquetes de ayuda desde Europa a Ucrania indican que los actuales líderes del continente están dispuestos a invertir en la industria de defensa y en el envío de armas, adoptando un papel más activo en la protección de las fronteras de la Unión y manteniendo la guerra contra Rusia en curso. Al mismo tiempo, la opinión pública y los ciudadanos, alineándose con la derecha tradicional y la extrema derecha, comparten la urgencia de frenar la escalada bélica.
Realpolitik: ¡son intereses permanentes, estúpido!
En este nuevo orden, la medida del poder mundial ya no se limita a lo militar, sino también a la capacidad económica, tecnológica y comercial. La guerra comercial entre Estados Unidos y China, la competencia en inteligencia artificial y la carrera espacial son ejemplos de esta dinámica renovada. No obstante, este contexto también se caracteriza por el debilitamiento del derecho internacional y de los organismos multilaterales, donde la fuerza —no necesariamente militar— prevalece sobre las normas establecidas.
El mundo está siendo reconfigurado en zonas de influencia, en las que las grandes potencias —Estados Unidos, China y Rusia— luchan por el control, mientras que naciones menores como India y Europa buscan mantener su relevancia. Asia Central, Medio Oriente, África y América Latina, aunque afectados por estos cambios, continúan desempeñando un papel secundario en la geopolítica global, atrapados en sus propias problemáticas internas y limitaciones estructurales.
A corto plazo, el riesgo de una confrontación nuclear parece bajo, pero la dinámica de las relaciones internacionales es extremadamente volátil. Nuevos paradigmas, como el proteccionismo y el individualismo, están reemplazando los principios de cooperación y multilateralismo que definieron gran parte del siglo XX. En este marco, los intereses nacionales prevalecen sobre la moralidad, y la incertidumbre se convierte en la única constante.
La semana que comienza —más allá de las amenazas cruzadas y alertas de atentados, «accidentes» o ataques de falsa bandera— es un recordatorio de que el mundo atraviesa un periodo de gran fragilidad.
No obstante, este caos no representa el final de la historia, sino un proceso de adaptación a un nuevo orden que aún está por definirse. A pesar de que la incertidumbre es inevitable, también lo es la necesidad de entender y navegar estos cambios con pragmatismo y visión estratégica.
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