POR FRANCISCA MILLÁN, ABOGADA FEMINISTA Y SOCIA DE AML DEFENSA DE MUJERES
El regreso de Carlos Ruiz al ámbito académico y al debate público, tras la finalización de su proceso judicial por violencia intrafamiliar, ha estado marcado por una narrativa confusa y contradictoria. En su primera aparición en los medios, Ruiz presentó una versión poco clara de los acontecimientos, sin especificar los detalles del cierre del proceso. Posteriormente, en una carta dirigida a El Mercurio, alegó haber sufrido un procedimiento injusto, sugiriendo que él mismo fue víctima del sistema. Sin embargo, la fiscalía mantiene una postura firme: Ruiz admitió su responsabilidad por las lesiones infligidas a su pareja y optó por un procedimiento abreviado.
Más allá de la figura pública en cuestión, este caso plantea una interrogante fundamental: la distinción entre la verdad fáctica y la verdad jurídica. En el ámbito penal, la ausencia de una condena con juicio y sentencia firme no implica necesariamente la inexistencia de actos procesales que indican la postura del acusado. Decidir no ir a juicio no es, por sí mismo, una prueba de culpabilidad, pero resulta incompatible con la insistencia en mantener la inocencia. No se puede pretender, en un solo movimiento, evadir el escrutinio judicial y luego retornar al espacio público como si todo hubiera sido una injusticia estructural.
Es aún más ofensivo utilizar la continuidad de la relación como un escudo para sembrar dudas sobre la violencia ejercida en ella. Este fenómeno no es nuevo: el agresor que sigue vinculado a la víctima se cubre con un manto de impunidad que convierte la relación en una especie de coartada permanente. Como si el mantener el vínculo afectivo pudiera reescribir el pasado o anular el daño infligido. Deberíamos ser conscientes, como sociedad, de la complejidad y la naturaleza muchas veces inescapable de las dinámicas de violencia dentro de una relación.
Este tipo de relatos estratégicos son comunes en figuras públicas involucradas en acusaciones de violencia de género. En lugar de reconocer su responsabilidad con un mínimo de autocrítica, intentan construir una narrativa que invisibiliza la violencia y les presenta como mártires de un sistema injusto. No se pretende exigir una «muerte civil» para quienes han enfrentado procesos de este tipo, pero sí es necesario reflexionar sobre las narrativas que eligen para su retorno. Aquello que aspire a recuperar su lugar en la academia o en la opinión pública debe hacerlo con honestidad respecto a su propia historia.
Resulta irónico —o incluso una ofensa— que la enseñanza de la “Historia Social” recaiga en manos de alguien que manipula deliberadamente los mismos mecanismos de dominación que estudia, con el propósito de imponer un relato favorable, proteger su imagen y debilitar los discursos de género desde su propia posición hegemónica. No hay mayor traición a la profesión que la manipulación de la memoria, la omisión selectiva o la reconstrucción oportunista de los hechos. Quien debería educar sobre cómo se construyen las narrativas de poder, las crisis de legitimidad y los pactos de silencio es, a su vez, su mejor exponente. Un sociólogo que modela la historia para salvarse a sí mismo solo evidencia que su principal enfoque de estudio ha sido su propia impunidad.
Con Información de www.elciudadano.com