Un recorrido repleto de desafíos

Por Bretta Palma

Durante mis 26 años como psicopedagoga, he observado el marcado contraste entre la teoría de la inclusión educativa y su puesta en práctica. Aunque el término «inclusión» se ha incorporado al léxico común de las escuelas, la realidad indica que muchos niños, niñas y adolescentes neurodivergentes continúan siendo marginados, en un entorno que no está totalmente preparado para satisfacer sus necesidades.

Desde el inicio de mi carrera, he trabajado con aquellos niños, niñas y adolescentes que a menudo son clasificados como «difíciles» o «incontrolables». No porque realmente lo sean, sino porque los educadores, a pesar de sus mejores intenciones, no siempre tienen las herramientas necesarias para abordar sus requerimientos.

Comencé mi trayectoria en la educación colaborando con grupos especiales en un colegio dirigido por religiosas, donde tuve la fortuna de trabajar con hermanas apasionadas por la enseñanza. Desde que me gradué, soñaba con regresar a mi colegio de origen. Un día, durante una visita, una de las monjas me mostró la alarmante cantidad de informes sobre niñas con dificultades de aprendizaje y me animó a unir esfuerzos para ayudarlas.

A pesar de mi falta de experiencia, confiaron en mí y así di inicio a mi carrera educativa, cumpliendo un gran sueño: ser profesora en el colegio donde estudié y comenzar a cambiar vidas. Ese momento definió mi misión: ayudar a esos niños, niñas y adolescentes a permanecer en el sistema educativo, brindándoles un espacio donde no se sientan excluidos.

La inclusión no debería ser un privilegio reservado para ciertos colegios o entornos. Según un estudio de 2023 de Unicef, en Chile, el sistema actual funciona más como un modelo de integración que de inclusión auténtica. Una serie de factores críticos, que incluyen dimensiones estructurales, pedagógicas y culturales, se evidencian en la falta de capacitación docente para atender a la diversidad, un sistema de financiamiento inadecuado para las necesidades de estudiantes con requerimientos educativos especiales, barreras de accesibilidad y una fuerte segregación escolar que agrupa a estudiantes con diversidad funcional en ciertos establecimientos.

A pesar de los avances legislativos, los casos de segregación persisten. Desde la resistencia de algunos colegios para admitir a niños, niñas y adolescentes neurodivergentes, hasta las luchas incesantes por obtener el apoyo adecuado, cada avance representa una batalla. La inclusión no puede limitarse a documentos o a aulas específicas; debe estar integrada en cada clase y dinámica escolar. Necesitamos avanzar hacia un modelo donde cada estudiante, sin importar su diagnóstico, tenga una oportunidad equitativa para aprender, desarrollarse y sentirse valorado.

Es esencial que las instituciones educativas entiendan que la inclusión no es una opción y que los padres no deberían sentirse aislados en este proceso. Requerimos espacios de apoyo, acompañamiento emocional y, fundamentalmente, capacitación para los docentes. La inclusión real solo puede lograrse cuando familias y escuelas colaboran en conjunto.

Aunque el camino es desafiante, existen motivos de esperanza. He colaborado con educadores y profesionales que, a pesar de las dificultades, han demostrado que la inclusión no solo es factible, sino que transforma vidas. Por lo tanto, aunque a veces el panorama parezca sombrío, continuaré luchando por un sistema educativo que ofrezca a todos los niños, niñas y adolescentes un lugar en el que pertenezcan.

Por Bretta Palma

Psicopedagoga


Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad exclusiva de su autor(a) y no reflejan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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Con Información de www.elciudadano.com

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