Trump, Zelenski y la búsqueda de soberanía en un contexto de presión internacional

Por Claudio Román – romanrisk.com

Se nos ha enseñado que el progreso del mundo se basa en la negociación. Nos han repetido, casi hasta el cansancio, que la política y el ámbito empresarial son cuestiones de acuerdos, estrategias de «ganar-ganar» y mesas de negociación sofisticadas donde las partes logran un consenso en el que todos obtienen beneficios. Un MBA de Harvard podría ilustrar esta teoría con gráficos coloridos y casos de estudio que siempre terminan con un apretón de manos. Pero, la realidad muestra una brutalidad que Harvard no contempla.

La reunión entre Donald Trump y Volodímir Zelenski es un claro ejemplo de que la negociación es una ilusión para quienes no comprenden la dinámica del poder. Aunque se presentó como una cumbre diplomática entre aliados, en realidad, fue más parecida a la visita de un recaudador de impuestos de la Edad Media. Trump, con su estilo característico, dejó claro que la ayuda hacia Ucrania no es un compromiso moral. Es un servicio, y cada servicio tiene un costo. El mensaje no podía ser más claro: si Kiev no se adapta a la nueva realidad política estadounidense, los fondos se retirarán. No hubo espacio para la persuasión ni para la retórica de los think tanks. No fue una negociación, fue un ultimátum.

El caso Trump-Zelenski no es un incidente aislado; es la norma. Se nos ha hecho creer que el poder se construye a partir del consenso, cuando en realidad se ejerce mediante la imposición. Stalin no negociaba con sus oponentes, simplemente los hacía desaparecer. George W. Bush no negoció con Irak, lo invadió utilizando pruebas falsas y un aparato mediático que dejó poco espacio para el debate. Benjamin Netanyahu no establece su hegemonía regional a través de acuerdos, sino a través de hechos consumados: elimina a rivales políticos, destruye comunidades enteras con su poderío militar y silencia a cualquier opositor mediante la amenaza de la aniquilación. En el ámbito empresarial, el panorama es similar: Walmart no discute términos con sus proveedores, simplemente los sofoca hasta que no tienen otra alternativa. Uber no negocia con sus conductores, exprime su income sin previo aviso. En América Latina, Marcos Galperin, apalancado por el apoyo estatal, se queda con el 35% de cada transacción en Mercado Libre, y si un vendedor protesta, simplemente lo bloqueará.

Maquiavelo comprendió esta dinámica hace siglos: «La guerra no se evita, solo se posterga en beneficio del enemigo.» Esta cita no es solo una observación cínica, sino una descripción precisa de cómo se ejerce el poder. Mientras los débiles creen que están negociando, los fuertes simplemente ganan tiempo hasta que logran imponer su voluntad sin obstáculos.

El mito del poder ‘positivo’ y la falacia de los MBA

“co-crear valor”; donde la geopolítica no es un juego de suma cero, sino una “oportunidad de entendimiento mutuo”. Este es el mundo de los gurús de Silicon Valley, los consultores de McKinsey y los profesores de negocios que nunca han gestionado nada más complicado que un seminario en Davos con desayuno incluido.

Este delirio tiene un templo: las escuelas de negocios. Sus defensores afirman que el éxito no depende de la fuerza o la capacidad de imponer, sino de la «habilidad de influir sin autoridad». Un graduado de Wharton podría pasar horas exponiendo cómo los mercados recompensan a las empresas que «priorizan la colaboración». Todo respaldado por un PowerPoint, un caso de estudio y una gráfica positiva en la página 22. Pero la pregunta es: ¿cuántas de estas empresas han sobrevivido más de una década?

La realidad es diferente. Amazon no construyó su imperio a base de negociaciones; lo hizo arrasando librerías, editoriales y pequeños comercios. Google no llegó a dominar el mercado digital persuadiendo, sino extrayendo datos y eliminando alternativas de competencia. Mientras los expertos en liderazgo organizacional hablaban sobre la importancia del “propósito compartido”, Jeff Bezos observaba desde su jet privado preguntándose en qué momento alguien empezaría a tomar en serio la idea de destruirlo todo.

Maquiavelo lo expresó de manera contundente: «Es necesario ser amado y temido; sin embargo, si no puedes ser ambas cosas, es preferible ser temido.» En las aulas de los MBA, esta idea suena obsoleta. En el mercado, es la única regla que continúa vigente.

Cómo construir poder cuando no se tiene poder

La mayoría de las personas se enfrentan al poder con la ingenuidad de quienes creen que están en igualdad de condiciones. Se sientan en la mesa de negociación convencidos de que la otra parte valora el acuerdo tanto como ellos. Piensan que el respeto mutuo y la búsqueda del bien común guían las decisiones. Pero luego descubren—cuando ya es demasiado tarde—que nunca hubo una negociación, solo una ejecución pospuesta.

Entonces, ¿qué hacer cuando no se cuenta con el poder suficiente para imponer? La respuesta es obvia: construirlo. La historia está llena de ejemplos de actores sin poder aparente que lograron inclinar la balanza a su favor mediante estrategias asimétricas. No se puede ganar con pura fuerza, entonces se hace que el enemigo luche en un terreno donde su tamaño es irrelevante.

Tesla no entró en el mercado automotriz compitiendo con Toyota en eficiencia; Elon Musk comprendió que la verdadera batalla no era mejorar el motor de combustión interna, sino erradicarlo. Netflix no venció a Blockbuster con más sucursales, sino creando un modelo donde las sucursales perdieron relevancia. Uber no desafió a los taxis con una flota propia, sino con un modelo de negocio imposible de regular a tiempo.

La clave siempre es la misma: no pelear en el terreno del enemigo. Maquiavelo lo dijo con claridad: «Las armas propias o ajenas deciden el destino de un príncipe. Las ajenas son peligrosas, mientras que las propias son seguras.» En términos contemporáneos, esto significa que si dependes de la estructura de poder del otro, ya has perdido. Si juegas bajo sus reglas, tu derrota es inevitable.

El poder asimétrico no es una mera teoría; es la única alternativa para aquellos que no desean ser aplastados. Los vietnamitas no derrotaron a EE.UU. en el campo de batalla; lo hicieron convirtiendo la guerra en un pantano político. Los afganos no vencieron a la URSS ni a EE.UU. con tecnología superior; lo lograron convirtiendo la ocupación en algo insostenible. Y en el mundo empresarial, los gigantes nunca caen por ataques directos, sino por la acumulación de pequeños golpes que los desangran sin que se den cuenta.

El mensaje es claro: si no tienes el tamaño para imponerte, necesitas hacer que tu derrota sea demasiado costosa para la otra parte. No puedes ganar, pero puedes hacer que el costo de eliminarte sea tan alto que el enemigo prefiera conceder.

Los imperios caen, los oprimidos se rebelan

Durante demasiado tiempo, los negocios locales han aceptado su destino con la resignación de quienes esperan una ejecución diferida. Se les ha dicho que su única opción es adaptarse, que deben aprender a vivir con los gigantes, y que lo inteligente es encontrar «nichos» donde los depredadores no estén interesados en entrar. Falsedades. Estrategias diseñadas para que continúen bajando la cabeza mientras los exprimen.

No existen nichos seguros ni treguas con quienes no necesitan negociar. No hay refugio para aquellos que se niegan a luchar. El mundo pertenece a quienes lo comprenden, a quienes aceptan que la única diferencia entre súbditos y estrategas es la voluntad de desafiar el orden establecido. Los pequeños no sobreviven pidiendo permiso; sobreviven rompiendo las reglas.

Si los negocios locales quieren dejar de ser el alimento de Amazon, Uber, Mercado Libre y los grandes bancos, tienen una sola opción: convertirse en estructuras que sean imposibles de someter. No se trata de competir en el mismo juego, sino de crear uno que los gigantes no puedan absorber ni destruir fácilmente. Formar redes más rápidas que la burocracia corporativa, crear modelos que reescriban las reglas antes de que los titanes las entiendan, y establecer esquemas de poder que no dependan de plataformas que hoy los necesitan y mañana los desplazan.

Desde Roma hasta Silicon Valley, la historia ha sido la misma: los imperios caen cuando los oprimidos dejan de obedecer. Los pequeños no pueden esperar concesiones de los grandes. Deben tomarlas. No pueden confiar en quienes dependen de su servidumbre para mantener su posición. Deben construir su propia arquitectura de poder.

El juego nunca fue equitativo. Pero la historia no ha pertenecido a aquellos que aceptaron su lugar.

El poder no se negocia, se impone

En última instancia, todo se reduce a la ingenuidad o al entendimiento. Los que fracasan creen en la negociación. Los que triunfan comprenden la imposición. No es que el mundo sea injusto o implacable. Es que siempre ha funcionado así. Lo único que varía es cuántas personas están dispuestas a admitirlo.

Zelenski pensó que podía negociar con Trump. Trump le demostró que no había nada que negociar. Los pequeños empresarios creen que pueden acordar con Walmart, hasta que descubren que el margen que les dejan apenas cubre sus costes. Los políticos emergentes piensan que pueden negociar con las grandes estructuras de poder, hasta que se dan cuenta de que, si no se someten, los eliminan del mapa electoral antes de que puedan pronunciar la palabra “democracia”.

La historia no perdona a los ingenuos. Los entierra. A aquellos que comprenden el juego, en cambio, les deja un espacio para jugar.

No se trata de un problema ético. Eso es un problema estructural. Si no construyes poder, estás destinado a obedecer.

Maquiavelo lo dejó claro: «Nunca permitas que un problema crezca. Si lo enfrentas a tiempo, puedes controlarlo. Si lo dejas avanzar, te destruirá.»

Este no es un artículo sobre geopolítica. No se trata de un análisis sobre Trump, Zelenski, Netanyahu, Walmart o Uber. Es un recordatorio de algo más fundamental.

El mundo no es un lugar donde se negocia. Es un lugar donde se impone.

Si no lo entiendes a tiempo, serás quien firme el acuerdo sin haber escrito una sola línea.

Con Información de desenfoque.cl

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