Tamara – Sección 19

Claro, aquí tienes el contenido reescrito:

Tamara se alisa el sedoso cabello negro azabache que le cae en cascada hasta la cintura. De piel muy blanca, con intensos ojos verdes, labios delgados y cejas perfectamente delineadas. La luz de la mañana baña su habitación, y frente a un espejo ovalado, examina su figura como si la viera por primera vez. Con un suave perfil, acaricia regularmente su pancita, que ya tiene seis meses de embarazo, y admira sus generosos senos, sintiendo que los milagros existen. Se ve radiante y plena, siempre ha ansiado ser madre, no solamente de uno, sino de varios hijos. Ya ha elegido hasta tres nombres y durante el día los pronuncia en voz baja como si fueran un conjuro. Sueña con un hogar cálido, con niños jugando y riendo, profundamente amados, quizás en una casa en el campo; quién sabe. En su infancia, como todas las niñas, jugó a las muñecas: las bañó, las vistió, les dio mamadera y las regañó. “Te deberías llamar Susanita”, le había sugerido su mejor amiga Valentina cuando cumplió 21 años, y no había señales de que su sueño se hiciera realidad. Ni siquiera tenía novio, su carrera de psicología, en el cuarto año, le ocupaba la mayor parte de su tiempo.

Un año más tarde, en el mismo año del Golpe, conoció a Alex, un profesor de matemáticas un poco mayor que ella. Ambos eran militantes socialistas. Desde el principio, Tamara comenzó a planificar su futuro juntos, aunque a Alex le costaba más tomar decisiones y darle orden a su vida. Era curioso: ella, una mujer valiente y decidida, había conquistado el corazón de alguien más cauteloso. Meses después se casaron y coincidían en algo: ese hijo que esperaban era el regalo más hermoso que podrían imaginar. Habían acordado que ella dejaría, a fin de mes, su rol como enlace de los miembros de la dirección del partido que operaba en la clandestinidad. Había hecho un buen trabajo, pero la tarea era peligrosa, especialmente en su estado. Sin discusión.

Su madre biológica era madre soltera y tenía un pequeño taller de costura en casa, donde hacía arreglos y pequeñas costuras. Ella imponía las reglas y límites, asegurándole que esto era esencial. Le habló sobre la importancia de la familia y de ser una buena madre y esposa, enseñándole a conjugar los verbos de la resignación: acatar, aceptar, conciliar, reconciliar, ceder, esperar. Pero nunca le habló del amor. Amaba a su hija por encima de todo y daría su vida por ella, sin embargo, las caricias no eran lo suyo: los abrazos prolongados la ponían nerviosa y los besos en ambas mejillas, más aún. En los arrebatos de amor, apenas le acariciaba la cabeza, brevemente y en silencio. No le hacía preguntas, quizás creía que era mejor no saber. Su deseo era que Tamara se convirtiera en profesional –lo logró como la primera en la familia–, que se casara, formara su hogar y viviera en paz y felicidad.

La verdadera madre de Tamara había sido Mariela, la hermana de su padre. Ella le enseñó muchas cosas: a caminar, a tejer, a leer y escribir. Revisaba sus tareas y, lo más importante, le inculcó el valor de perseguir sueños, luchar por lo que se ama, seguir una vocación y ser independiente económicamente. Le habló del amor no solo en su versión romántica, sino también el amor por la patria, por la gente y las causas. Mariela nunca se casó ni tuvo hijos, y al responder a quienes le preguntaban, decía que a veces la vida decide por uno. Con el tiempo, se entregaría a Tamara con devoción. Aunque no era su madre biológica, sí lo era en amor, valentía y compromiso. Sin discusión.

Tamara se aleja del espejo y toma su bolso. No tiene tiempo que perder. Su mejor amiga Valentina la llevaría a su chequeo médico en un consultorio de Ñuñoa. Al salir, la citroneta de Valentina la espera y ambas se dirigen hacia la avenida Grecia. Son las seis de la tarde y el tráfico avanza lentamente. “Déjame aquí”, le dice Tamara en un semáforo rojo; “me hará bien caminar estas tres cuadras”, y sin esperar respuesta, se baja. No tienen tiempo ni para un beso. Valentina desaparece entre la fila de autos. Minutos después, un Peugeot se detiene y de él desciende un hombre de traje oscuro, seguido de otro, alto y robusto. Tamara queda paralizada, su mirada fija en la nada, pero luego se aferra a un poste de luz, grita su nombre repetidamente, pidiendo auxilio. Siente que la sujetan de los brazos y del cabello, su largo y sedoso cabello. La empujan dentro del vehículo, la arrojan al suelo y colocan sus pies sobre su cuerpo. El auto arranca, chirriando en una fracción de segundo.

La tortura es abrumadora, siente que no puede más. Grita pidiendo que paren, que tengan compasión, que está embarazada de seis meses, como si eso significara algo para ellos. Los hombres, a quienes no les ve la cara, se ríen de forma salvaje. Entretanto, suplica que terminen con su vida. Pierde la noción del tiempo; el ruido de la máquina está presente, la corriente que sacude su cuerpo en espasmos intermitentes, con las manos sujetas a un catre metálico, piernas abiertas y la vista vendada. Ya no le hacen preguntas. Escucha cómo abren y cierran puertas, sabe que hay testigos, pero son mudos. Alguien la golpea en la cabeza repetidamente con una sartén. Otro simula una ejecución con un arma vacía en su sien. Piensa en su bebé, en el silencio flotante dentro de ella, en esa burbuja de sangre. Ella, inerte y sin poder hacer nada, no puede incluso despedirse. Uno de los monstruos se acerca a su oído y con la maquinita, le susurra, pronunciando cada palabra: “este regalo es para la guagüita”. Y vuelve a aplicarle la corriente en su vagina. Detrás, el coro de risas se repite.

No recuerda nada más.

Pienso en ti, Alex. Sé que no creíste nada de lo que sucedió después de mi secuestro. De la montaña de mentiras que los asesinos y sus cómplices esparcieron por la ciudad como cenizas anónimas. Que me fui por El Paso Los Libertadores, que te abandoné por otro, que mis compañeros me mataron. Eso típico. Dicen que mi infierno fue breve, pero intenso. Aseguran que horas después morí en un gimnasio clandestino, que me inyectaron cianuro para confirmar mi muerte, que quemaron mis huellas dactilares y mi rostro para ocultar mi identidad, que me envolvieron en un saco de papas para llevarme a un destino desconocido, tanto para mí como para ti. Eso es habitual.

Te estarás buscando, quizás en algún lugar, desesperado, mientras yo aquí, sin ninguna pista. Pero hasta aquí hemos llegado. Quedan estos tres nombres de nuestros hijos, sin rostro, sin vida, solo deseo. Aquí mueren nuestros sueños de un país más justo, con pan, trabajo, justicia y libertad. Un mundo mejor, una casa en el campo, envejecer juntos. Estábamos a punto de saborear el futuro juntos. No tuve tiempo de decirte que recuerdo cada detalle de lo nuestro, que no he olvidado nada: tu cabello largo enredado, tu olor a tabaco, tu suéter favorito que pesaba un kilo y el primer beso que me diste en la boca, en la esquina de Miraflores con Moneda, después de un paseo por el cerro Santa Lucía. Se me doblaron las rodillas y sin querer te dije que te amaba. Tu risa fue nerviosa, rara, y escondiste tu rostro en mi hombro izquierdo un buen rato, en silencio. Pero cuando volviste a mirarme, tus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas. Lágrimas cautivas, pensé. Al igual que yo.

Con Información de pagina19.cl

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