Protestas y el impacto del liderazgo irresponsable en las élites gobernantes.

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Por Humberto del Pozo López

Vincent Bevins: «Las élites han descubierto que pueden gobernar sin legitimidad (y nosotros, traumatizados, les otorgamos el poder)»

La plaza Tahrir, el movimiento del 15-M, Occupy Wall Street… La imagen más emblemática de la década de 2010 fue un meme global: calles ocupadas, países en parálisis y una generación convencida de que el mundo estaba en llamas. Hoy, de aquel fervor solo quedan cenizas, de las cuales emergen figuras como Trump, Bolsonaro, Milei y otros. ¿Qué ocurrió? Según el periodista Vincent Bevins, las élites aprendieron a gobernar sin solicitar permiso. Pero el panorama es más complejo: un mundo traumatizado que busca líderes autoritarios que lo abracen (aunque esto pueda significar una asfixia).

Del activismo al trauma colectivo: La transformación de las protestas

Entre 2011 y 2015, el mundo experimentó un espectáculo revolucionario: dictadores caían, las plazas se llenaban de idealistas, y las redes sociales alentaban la esperanza. Sin embargo, como señala Bevins en *Si ardemos*, no fue una verdadera revolución, sino un anticipo del caos venidero. «No es que no sucediera nada; todo terminó siendo peor. Egipto vio nacer un dictador más severo; en Brasil, las protestas de 2013 dieron paso a Bolsonaro», declara. ¿La conclusión? Las élites, al no contar con reguladores globales, descubrieron cómo gobernar sin legitimidad, aprovechando un electorado demasiado fragmentado para exigirla.

La herida es más honda de lo que parece. Franz Ruppert define el trauma como el producto de una «existencia no deseada y desprotegida frente a agresiones». Esta herida se afianza en nuestro sistema nervioso, distorsionando la percepción del presente. Gabor Maté, en *El mito de la normalidad*, explica que el trauma infantil afecta la capacidad de establecer vínculos seguros, esenciales para gestionar emociones y crear relaciones saludables. Así, se forjan sociedades cuyas fronteras entre «yo» y «otro» son difusas, facilitando la manipulación política.

Si en los 2010 las multitudes clamaban «¡No nos representan!», en los 2020 abrazan a líderes que ni siquiera pretenden representarlos. ¿Por qué? La combinación de trauma y redes sociales crea un caldo de cultivo para falsos mesías. Gabor Maté resume: el trauma inicial nos deja en busca de figuras de apego, incluso si son tiranos. O como diría Nietzsche: preferimos cadenas conocidas a la incertidumbre de caernos.

El líder como juguete político: Milei como símbolo del capitalismo

Donald Winnicott introdujo el concepto de «objetos transicionales» (como el osito que consuela durante el llanto). Trump, Bolsonaro y Milei son versiones adultas de esto: figuras de discurso agresivo que prometen un consuelo ilusorio. Se presentan como salvadores que «regresan a un pasado glorioso» —un mito central del fascismo, según Umberto Eco—, convirtiéndose en proyecciones para quienes anhelan una sensación de contención.

Estos líderes aprovechan lo que Nelly Richard describe como la domesticación neoliberal de las subjetividades: en contextos posdictatoriales como Chile, la transición democrática se ha entrelazado con un neoliberalismo que despojó de crítica a los movimientos sociales. Las protestas artísticas y feministas de los 80, como las del colectivo CADA, fueron absorbidas por instituciones que promovían un «pluralismo» carente de conflicto, reduciendo su potencial transformador.

«La gente traumatizada prefiere la certeza del castigo a la incertidumbre de la libertad», explica Bessel van der Kolk en *El cuerpo lleva la cuenta*. Las élites son conscientes de esto. Según Philip Bromberg, la disociación —la separación de partes inaceptables de uno mismo— facilita esta proyección: el «otro» se convierte en el receptor de todo aquello que no queremos aceptar. Mientras en 2011 creíamos que Twitter democratizaba al mundo, en 2024 se ha transformado en plataforma para viralizar eslóganes vacíos y culpas externas.

La estrategia es insidiosa pero eficaz: convierten el miedo en odio, y la diversidad en amenaza. Su retórica simple («invasores», «traidores») resuena en quienes, marcados por el trauma, buscan un culpable para su dolor interno. Wilhelm Reich ya advertía en *Psicología de masas del fascismo* que «el fascismo es la expresión política de la estructura del hombre promedio, cuyas experiencias emocionales han sido reprimidas».

Bevins observó esto en Brasil: «Las protestas de 2013 comenzaron siendo de izquierda y terminaron siendo cooptadas por la ultraderecha. La lección es clara: una plaza llena no garantiza una revolución; es a menudo un vacío que alguien llenará, usualmente el peor candidato». Aquí llega el sobresalto psicológico: si no sanas tus heridas, terminarás votando por quien te venda una cura con esvástica.

La banalidad del mal en la era digital

Hannah Arendt, al analizar el caso de Adolf Eichmann, acuñó el término «banalidad del mal» para describir cómo actos atroces pueden surgir de la obediencia ciega y la falta de reflexión. Eichmann era un burócrata que actuaba sin cuestionar, encarnando la «falta de autonomía y reflexión sana». Esta dinámica se intensifica en la era digital, con algoritmos que amplifican sesgos, noticias falsas que confirman prejuicios, y burbujas de información que eliminan el pensamiento crítico.

Ruppert conecta esto con su Terapia de Psicotrauma: causar daño a otros se convierte en una estrategia del «yo de supervivencia» para evadir el dolor interno. Los líderes autoritarios, al fomentar la deshumanización del «otro», movilizan este mecanismo entre sus seguidores, quienes proyectan su propio trauma en chivos expiatorios. Martha Nussbaum, en *La monarquía del miedo*, señala que «el miedo es el sentimiento más egocéntrico, ya que nos centra exclusivamente en nuestro propio bienestar». Este narcisismo del miedo es precisamente lo que los líderes autoritarios explotan.

Jeff Bezos, algoritmos y la erosión del periodismo: el silenciado de las voces disidentes

Bevins, ex periodista del Washington Post, advierte que los medios tradicionales han sido controlados por multimillonarios o han sido convertidos en instrumentos de algoritmos. Este vacío informativo facilita que el trauma colectivo sea “curado” con noticias falsas y líderes que ofrecen narrativas simplistas. En Chile, este fenómeno se acentuó durante la transición: los medios, en su mayoría, normalizaron el consenso posdictatorial, donde la retórica de la «reconciliación» disfrazó la perpetuación de estructuras neoliberales y la despolitización de movimientos como el feminismo.

La paradoja es dura: mientras en los 80 las expresiones artísticas y feministas en Chile desafiaban a Pinochet con acciones callejeras y textos provocativos, su institucionalización en los 90 —mediante ONG y estudios académicos de género— les despojó de su crítica. A pesar de que Bachelet, al asumir sin pareja y promover la paridad, rompió ciertos moldes, terminó replicando dinámicas patriarcales al no sostener estas políticas, evidenciando que la representación femenina no asegura cambios estructurales.

La aleostasis fallida—la incapacidad de adaptarse al estrés de forma saludable, como explica Allan Schore—conduce a un ciclo tóxico. Las sociedades marcadas por trauma repiten patrones de violencia y dominación. Esto se relaciona con el regreso del fascismo: líderes que prometen orden, pero que alimentan el caos. Su éxito radica en conectar con la herida primordial de electores que, como el niño abandonado de Gabor Maté, eligen la certeza del castigo ante la incertidumbre de la libertad.

Conciencia como antídoto: Del bosque a la ciénaga

La solución, según Gabor Maté en *Cuando el cuerpo dice no*, demanda autenticidad, ira saludable y empoderamiento. No se trata de «superar» el trauma, sino de integrarlo. Como dice Nietzsche: «Lo que realmente nos indigna no es el sufrimiento, sino su falta de sentido». La tarea consiste en convertir el «fango» del trauma en el «oro» de la conciencia: reconocer el malestar y traducirlo en crítica constructiva. Sin embargo, como demuestra el caso chileno, esto requiere resistir la cooptación neoliberal de las resistencias, donde hasta los símbolos revolucionarios son absorbidos por el mercado.

Judith Herman afirma en *Trauma y recuperación*: «El trauma aísla; el grupo testifica y reintegra. El trauma avergüenza y estigmatiza; el grupo reafirma y valida. El trauma degrada y deshumaniza; el grupo restaura la humanidad». La sociedad enfrenta un desafío claro: o nos hacemos responsables de nuestros traumas, individuales y colectivos, o seguiremos atrapados en el lodo, aguardando mesías que solo nos hundirán más.

A medida que los líderes autoritarios siguen explotando el miedo, el desafío se vuelve doble: sanar las heridas individuales y reconstruir comunidades políticas capaces de resistir ante el autoritarismo emergente. O, como diría Nelly Richard, rebelar los signos antes de que el lodo nos consuma.

Conclusión

Las élites juegan con nuestras vidas como en un simulador, los Trump son reflejos de sociedades no resueltas, y el único antídoto es enfrentarnos a lo que más duele: mirar el trauma de frente. O, como dijo Hannah Arendt: la alternativa es sanar o quedarnos atrapados en la ciénaga, aguardando que el próximo mesías nos lleve aún más profundo. Zaratustra grita: «¡Pasemos de largo donde ya no se puede amar!» Elegir el «bosque» sobre la «ciénaga» implica confrontar nuestras heridas. Los líderes autoritarios son manifestaciones, no causas, de un profundo malestar.

Epílogo

Mientras lees esto, alguien en X (anteriormente Twitter) puede estar tuiteando «¡Milei 2027!» junto a un meme de Hitler. ¿Coincidencia? No. Es un negocio. Cathy Caruth, en *Trauma: Explorations in Memory*, señala que «el trauma no solo es un efecto de destrucción, sino también, fundamentalmente, un enigma de supervivencia». La elección, como siempre, es nuestra.

Y, al igual que en Chile, es un recordatorio de que, sin una memoria activa y crítica, el pasado dictatorial siempre encontrará maneras de reciclarse.


Espero que esta versión cumpla con tus expectativas.

Con Información de desenfoque.cl

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