Meritocracia sin igualdad genera privilegios.

En Chile, se considera que somos una sociedad meritocrática, un mito que perpetúa las desigualdades, orienta erróneamente las políticas públicas y alimenta aspiraciones de vida casi inalcanzables. La realidad es que el esfuerzo individual no siempre conduce al éxito, ya que no todos reciben el mismo apoyo a lo largo de sus vidas.

Esta creencia genera una ilusión que oculta una injusticia profunda: aunque todos nacen con las mismas oportunidades, desde el momento en que llegan al mundo comienzan las diferencias en cuidados, estimulación, alimentación y afecto. Sin una inversión equitativa desde la cuna, los talentos y habilidades no alcanzan su máximo desarrollo, convirtiendo el mito de la meritocracia en una herramienta que justifica y perpetúa los privilegios existentes.

En el ámbito educativo, esta situación se hace especialmente evidente. En promedio, el Estado chileno destina entre 90 mil y 180 mil pesos mensuales por estudiante en colegios municipales y particulares subvencionados, considerando diversas subvenciones. Esta cifra varía según la vulnerabilidad, la ruralidad y el tipo de enseñanza, entre otros factores.

La brecha no solo se refleja en cuestiones materiales, sino en experiencias educativas drásticamente diferentes. Mientras que los colegios privados ofrecen talleres de arte, ciencia, deportes, idiomas, apoyo psicológico continuo y redes de contactos que facilitan oportunidades desde temprana edad, muchos estudiantes en colegios públicos o subvencionados se enfrentan a aulas abarrotadas, profesores sobrecargados, infraestructura deficiente y jornadas largas con escasos recursos pedagógicos.

Esto se manifiesta de manera contundente en las cifras de acceso a la educación superior. En el proceso de admisión 2024, los estudiantes de colegios particulares pagados representaron solo el 9,8% de quienes realizaron la PAES. Sin embargo, este pequeño grupo obtuvo el 61,3% de los puntajes más altos. En la Universidad Católica, acapararon el 57,2% de las matrículas y en la Universidad de Chile, el 32,8%. En este contexto, el mérito no mide talento ni esfuerzo, sino privilegio. La competencia justa es imposible cuando las condiciones de origen son tan desiguales.

El problema no radica en el mérito en sí, sino en utilizarlo como pretexto para ignorar las brechas estructurales. En una sociedad verdaderamente meritocrática, el talento debería recibir el mismo impulso sin importar el lugar de nacimiento, algo que actualmente no ocurre.

Se dice comúnmente que la educación es el gran igualador social, pero esa promesa está muy lejos de materializarse si no invertimos de manera decidida en garantizar oportunidades reales desde la infancia. Esto implica fortalecer la educación pública, dignificar la enseñanza, mejorar la infraestructura y priorizar el bienestar emocional y relacional en las aulas.

Ignorar esta brecha es hipotecar el futuro del país. Cuando el talento de millones de niños y niñas se pierde por falta de oportunidades, no solo se frustran vidas, sino que también se sacrifican la innovación, la creatividad, el liderazgo y la cohesión social.

En un momento en que se habla de competitividad global y el futuro del trabajo, insistir en una educación desigual es no entender que el verdadero capital de un país son sus personas. Ningún país avanza si no se preocupa de que todos sus talentos tengan la oportunidad de florecer, no solo aquellos que pueden costearlo.

Una auténtica sociedad meritocrática comienza al nivelar el terreno. Solo así el mérito podrá transformarse de una trampa en una verdadera oportunidad para todos.

Con Información de www.elperiodista.cl

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