
Presidente de la Juventud Socialista de Chile.
La realidad es cruda: 2,279 ejecuciones políticas, 1,248 desapariciones forzadas y 3,254 chilenos y chilenas que sufrieron prisión y tortura por razones políticas. Estas son las estadísticas que deberían ser el enfoque antes de que se rasguen las vestiduras por una publicación en redes sociales.
Es comprensible que muchos no puedan volver a su pasado para ofrecer un análisis crítico y una proyección a futuro. Para hacerlo, se requieren condiciones de humanidad y dignidad que parecen faltar en quienes niegan, reivindican y evitan un análisis honesto sobre su rol en la dictadura civil-militar que asoló nuestro país.
Reconozco la importancia de criticar los procesos históricos y teóricos de la izquierda chilena, pero resulta una ofensa a la inteligencia de los chilenos y chilenas, un agravio a quienes sobrevivieron al horror, un insulto a la memoria de quienes seguimos buscando respuestas, y un desdén hacia aquellos que reconstruyeron sus vidas sin anhelar venganza, levantando la voz en búsqueda de justicia. Esta controversia artificial oculta la incapacidad de abrazar la democracia como la base fundamental para la política.
Recientemente, nos sorprendió que la “derecha democrática”, con E. Matthei como candidata, afirmara abiertamente que el golpe militar era necesario o que las muertes, desapariciones y torturas eran inevitables. No es la historia de la izquierda chilena la que está manchada con sangre.
¿Era realmente un objetivo militar la detención y desaparición de Michelle Peña, una mujer embarazada de 8 meses que llegó con su familia buscando un futuro lejos de la dictadura de Franco? ¿Fue inevitable la muerte y desaparición de 190 niños y adolescentes en Chile? Este genocidio debería motivar a la juventud de la derecha chilena a cuestionar y exigir claridad sobre la verdad y un posicionamiento firme a favor de la democracia.
Entiendo que para algunos es complicado hablar de nuestra historia y nuestras heridas; es difícil que el verdugo y el cómplice asuman la responsabilidad de sus acciones u omisiones. Sin embargo, tengo la esperanza de que las juventudes asuman la responsabilidad necesaria para construir nuevos horizontes en nuestra sociedad con el mismo ímpetu que demuestran al salir de Plaza Italia.
Estoy convencido de que la situación no es la misma en los barrios del resto de Chile; la retórica que utilizan para evadir responsabilidades no resuena en la juventud democrática. No necesitamos informes para saber que nuestros vecinos, familiares y amigos no fueron pérdidas inevitables. El cinismo no nos engaña: conocemos nuestra historia.
Supongo que estas manifestaciones que fomentan la polarización son la única manera de evitar asumir responsabilidades y de burlar la memoria. Les doy el beneficio de la duda, con la esperanza de que buscan olvidar y no repetir los errores del pasado. Pero este beneficio es limitado; el resto deben ganárselo a través de una práctica política constante.
La política no puede convertirse en una batalla de símbolos vacíos, donde la retórica se utiliza como un velo para evadir las responsabilidades actuales. Lo que exigimos —lo que merecen las víctimas— no es una disputa de relatos, sino la firme convicción de que nunca más se justificará la violencia estatal, ni se blanqueará la desaparición forzada, ni será aceptable llamar ‘inevitables’ a los asesinatos de inocentes.
A las juventudes que hoy debaten con fervor, les digo: el verdadero reto no radica en quién lanza la acusación más aguda, sino en quién puede mirar al pasado con valentía para construir un futuro donde la democracia no sea solo una palabra, sino un compromiso inquebrantable con la verdad, la justicia y la dignidad de todos. Los crímenes de la dictadura no fueron ‘errores’ ni ‘excesos’; fueron el resultado de una maquinaria diseñada para destruir vidas. Mientras algunos sigan negándolo, nuestra misión será recordar, sin cesar y sin concesiones, que en Chile no puede haber reconciliación sin memoria, ni paz sin justicia.
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