La máquina de guerra se encuentra en funcionamiento y la aparición de activos tóxicos es inminente.

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Por Claudio Román de romanrisk.com

Activos tóxicos: una difamación monumental

El siglo XXI ha puesto de manifiesto que la ignorancia puede convertirse en un negocio excepcionalmente lucrativo. Durante el auge de las hipotecas, las instituciones bancarias más avanzadas empaquetaron deudas tóxicas bajo terminologías técnicas y las intercambiaron entre sí. No eran hipotecas irrecuperables, sino Obligaciones de Deuda Colateralizadas (CDOs). No era un castillo de naipes, sino instrumentos financieros complejos.

Fue un despliegue de creatividad malsana: derivados financieros que no solo encubrían el riesgo, sino que lo amplificaban en cadena como un virus. Y cuando se desató el caos, no fue un escándalo, sino un fenómeno “impredecible”. Solo aquellos que lo crearon con meticulosa precisión lograron anticiparlo.

Desde entonces, nos han enseñado que lo “tóxico” es un imprevisto. Que el sistema, en su supuesta perfección, solo comete errores ocasionales y que los culpables deben ser rescatados con fondos públicos. Sin embargo, ahora entendemos que lo tóxico no es un error: es una herramienta. No se activa por azar, se concibe con intención maliciosa. Si el sistema es un entorno cerrado, la única manera de modificarlo es introduciendo elementos incompatibles.

El activo tóxico subvertido no aguarda el colapso del sistema: lo contamina. Se convierte en su propio antagonista. No es fruto de la codicia, sino de una estrategia deliberada. No es una crisis latente, sino un mecanismo para redistribuir el poder.

Ejemplo: Negocios locales que Amazon no puede devorar sin autodestruirse. Empresas que, al existir, revelan la debilidad de los monopolios. No se defienden, atacan. No evitan ser absorbidas, hacen que la absorción sea inviable.

La máquina de guerra y su arsenal

Para los optimistas, la economía es un ecosistema autoequilibrado, una danza armoniosa donde oferta y demanda se encuentran con la elegancia de un vals. Para los realistas, es un campo de batalla. No hay equilibrio, hay poder. No hay estabilidad, hay control. Y el control solo se mantiene mientras la mayoría cumpla reglas que la minoría puede eludir.

La historia está repleta de ejemplos. Hubo un tiempo en que las monarquías europeas creían poder emitir deuda sin límites porque siempre habría campesinos que pagarían impuestos. Ya hemos mencionado cómo Wall Street asumió que podía reinventar el valor y que la gente continuaría comprando hipotecas aun sin poder pagarlas. Siempre es lo mismo: los imperios se convencen de que su poder es natural hasta que descubren que Solo era una narrativa construida.

Pero ha habido un cambio. La toxicidad ya no es exclusiva de los diseñadores del sistema. Ahora no se elabora en oficinas con vistas a Manhattan, sino en foros anónimos, en grupos de Telegram y tableros de Discord donde nadie revela su verdadera identidad. GameStop y Reddit fueron una señal. Una que Wall Street desestimó hasta que fue demasiado tarde.

En enero de 2021, GameStop pasó de ser una compañía condenada al olvido a convertirse en una pesadilla para los fondos de cobertura. Un grupo de inversores sin corbata, armados con una aplicación y un profundo resentimiento, decidió que si los grandes actores podían manipular el mercado, ellos también podían hacerlo. Y desataron su venganza.

Fue un ataque a la aristocracia financiera. Normalmente, habría sido celebrado como una lección de “libre mercado”. Pero el problema era que el mercado estaba siendo liberado de las manos equivocadas.

Robinhood, el mismo intermediario que difundió la narrativa de la “democratización” del trading, bloqueó la compra de acciones de GameStop, permitiendo únicamente su venta. Con un solo movimiento, transformó una revuelta financiera en una condena pública. El precio, que se disparaba como un cohete, colapsó inevitablemente. No fue un accidente. No fue un fallo técnico. Fue un golpe de Estado financiero.

Las justificaciones no tardaron en llegar. Robinhood argumentó que las cámaras de compensación exigieron más garantías de capital debido a la volatilidad del mercado. Pero esta medida solo afectó a los pequeños inversores. Los fondos de cobertura pudieron salir del tumulto con la seguridad de quién sabe que siempre habrá alguien respaldándoles.

No porque fuera ilegal. No porque fuera peligroso. Sino porque era la primera vez que los cazadores no eran los que salían triunfantes.

GameStop demostró que el mercado puede ser hackeado. Pero una revuelta espontánea, sin estructura, siempre será reprimida por el sistema. ¿Y si no fuera espontánea? ¿Y si alguien creara una máquina de guerra capaz de disseminar activos tóxicos de manera intencionada y sostenible? No solo para destruir la arquitectura actual, sino para erigir un nuevo territorio económico donde lo tóxico no sea un error, sino la norma.

Si el mercado es un campo de batalla, los activos tóxicos subvertidos son su artillería. Diseñados para infiltrarse, expandirse e instalar vulnerabilidades donde antes había control absoluto. No se trata de resistencia pasiva, sino de ofensiva estratégica. Lo que ayer era un negocio aislado, hoy es un nodo de disrupción. Lo que parecía fragmentado, en realidad está sincronizado.

Ejemplo: una red de negocios locales que no dependen de gigantes digitales, sino que crean su propia infraestructura paralela. Una que no puede ser absorbida sin que el propio monopolio se desmorone. Es un virus en el código del sistema. Una anomalía que no solo sobrevive, sino que obliga al enemigo a reaccionar, a actuar torpemente, a revelar sus debilidades.

Para quienes creen en las reglas del juego, esto parece imposible. Para quienes han comprendido cómo se desmorona un imperio, es la única conclusión lógica.

La estrategia tras la subversión

Los imperios han aprendido que su supervivencia depende de la estabilidad. No importa si es auténtica o un espejismo, lo crucial es que la mayoría lo acepte. Que considere como dogma que las reglas son inmutables, que las instituciones son eternas, que la economía es una máquina eficiente y no un campo de batalla donde el poder se ejerce con la sutileza de un puñal por la espalda.

Por ello, la primera batalla es semántica. El lenguaje es el código fuente del poder. No es suficiente destruir el sistema; hay que eliminar su capacidad de definir qué es legítimo y qué no. La toxicidad, según su narrativa, es sinónimo de caos financiero, de crisis. Sin embargo, todo lo nuevo es, al nacer, considerado una anomalía. Y es precisamente esa anomalía la que termina reemplazando lo establecido.

El truco no radica en ocultar la toxicidad, sino en celebrarla. Convertirla en el nuevo estándar. GameStop fue un golpe, pero aislado. Un virus que el sistema logró contener con una respuesta quirúrgica. ¿Qué sucedería si la toxicidad no es un evento esporádico, sino una estrategia estructural?

El capitalismo financiero es una fortaleza diseñada para absorber y neutralizar cualquier amenaza. Convierte todo en mercancía. Pero hay algo que no puede digerir: lo que está diseñado para ser incompatible.

No se trata de resistir, sino de hacer que el sistema se asfixie en su propio diseño. De introducir estructuras económicas lo suficientemente robustas para sobrevivir, pero tan tóxicas que cualquier intento de absorción resulte mortal. No es una barricada; es un virus. No es defensa; es infección.

Judo económico: emplear la fuerza del enemigo en su contra

El sistema requiere previsibilidad. Las empresas buscan certeza. Los monopolios demandan orden. Pero todo monopolio presenta una debilidad estructural: es incapaz de adaptarse a lo impredecible.

Lo que destruye un imperio no es la guerra abierta, sino el desgaste. Es la saturación, la aparición de fisuras, la dispersión del enemigo en múltiples frentes hasta que su propia estructura colapsa bajo su peso.

Esto no es teoría; es estrategia. Es el principio fundamental de la guerra asimétrica: si no puedes vencer con fuerza, gana con fluidez. Si no puedes aniquilar al enemigo, haz que su propio éxito lo destruya desde dentro.

Ejemplo: Amazon y la guerra de desgaste

Amazon prospera en escala, en centralización, en la absorción de cada sector económico dentro de su plataforma. No compite; monopoliza. No crece; devora. Su poder radica en su capacidad de integrar, estandarizar e imponer reglas que favorecen su estructura y asfixian cualquier modelo alternativo.

Pero Amazon posee un talón de Aquiles. Su éxito depende de que todos acepten sus reglas. Si esas reglas dejan de ser la única opción, su imperio se desmorona.

La clave no es luchar contra Amazon en su propio terreno. Es desviar el flujo del mercado hacia una lógica incompatible con su existencia. Es sincronizar negocios locales para que operen como una red, manteniendo su autonomía. Es transformar la fragmentación en una ventaja estratégica en lugar de una debilidad. Es crear un nuevo ecosistema en el que Amazon no solo sea irrelevante, sino estructuralmente incapaz de participar sin arruinarse en el proceso.

Objetivo final: desmantelar la ilusión de inevitabilidad

El mayor triunfo del sistema no es su fuerza, sino su capacidad para convencer a todos de que no hay alternativa. El verdadero retroceso no es el colapso, sino el momento en que deja de ser evidente que el sistema debe continuar.

Porque cuando eso sucede, el colapso se convierte en cuestión de tiempo.

Cuando la historia deja de pedir permiso

El mercado lo absorbe todo. Domestica la disrupción, transformándola en negocio. Excepto cuando no puede.

El truco siempre ha sido el mismo: hacer que cada quiebre estructural parezca un accidente pasajero. Los imperios nunca caen. Hasta que caen.

El libre mercado era inquebrantable, hasta que en 2008 quedó claro que sin la intervención estatal no sobreviviría una semana. Los bancos eran intocables, hasta que necesitaron billones en rescates. Y los monopolios tecnológicos, que pregonan autosuficiencia e innovación disruptiva, resultaron ser tan dependientes del subsidio estatal como cualquier industria pesada del siglo XX. Indestructibles… hasta que alguien se canse de financiarles el imperio.

La diferencia entre quienes comprenden la historia y quienes quedan atrapados en ella es que los primeros reconocen el momento exacto en que la inevitabilidad comienza a resquebrajarse.

Los activos tóxicos subvertidos no buscan competir dentro del sistema; lo infectan desde su interior. No resisten, reemplazan. No atacan de frente, infiltran. Cada compra fuera de Amazon, cada red de negocios que opera al margen de las plataformas, cada transacción fuera del radar es un pequeño terremoto. No se derrumba un imperio en una gran batalla. Se le ahoga en su propia lógica.

Los monopolios sobreviven porque convencen al mundo de que son inevitables. Pero la historia es cruel con los inevitables.

La única pregunta real es: ¿cuánto tiempo seguirás creyendo que esto no te concierne?

Con Información de desenfoque.cl

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