
Ex concejal y ex director laboral del Banco del Estado.
¿Nos hemos vuelto todos corruptos? Por supuesto que no. No todos los funcionarios públicos son corruptos, al igual que no lo son aquellos que trabajan en el sector privado. No todos los políticos son corruptos, y lo mismo puede decirse de aquellos que desempeñan roles cruciales en diversas instituciones.
Sin embargo, es innegable que la corrupción y la degradación moral son realidades presentes, marcando una profunda crisis en Chile que se extiende a lo largo y ancho del país. No son problemas exclusivos de este gobierno o del anterior; son fenómenos de larga data, aunque hoy se amplifican a causa del escándalo de las licencias médicas y el desgaste social que provocan estas prácticas corruptas en nuestra convivencia.
Existen quienes, por razones ideológicas, tienden a generalizar. Su objetivo es crear una percepción que favorezca lo privado a expensas de la función pública, utilizando el cinismo para ocultar actos de corrupción en instituciones que se han convertido en terrenos privados, ya sean empresas, entidades estatales, municipios y un largo etcétera.
Después de tanta evidencia acumulada a lo largo del tiempo, no se sostiene el argumento cliché de que estamos ante un fenómeno global, como si eso justificara la situación. Si bien es cierto que la corrupción y la degradación son parte de la dinámica del capitalismo neoliberal, su malignidad depende en gran medida de la calidad de las instituciones.
Ese prolongado y velado laissez-faire ha permitido el crecimiento de prácticas corruptas, agravadas por la falta de sanciones ejemplares y por instituciones incapaces de actuar cuando la corrupción es evidente. La inacción de individuos e instituciones ha contribuido a normalizar una práctica que ha ganado terreno, convirtiéndose en un flagelo que añade más inseguridades a la vida social del país.
Se intentan obtener pequeñas y grandes ventajas defraudando al fisco, y el problema se agrava cuando los poderosos conspiran para engañar a consumidores y al Estado. Los sistemas de control fallan o se corrompen, y así seguimos en una espiral descendente tras años de actos de corrupción visibles y comprobables en varios niveles de la sociedad, las instituciones y el Estado.
Esta desalentadora realidad solo acentúa la desconfianza y el descrédito hacia las instituciones, afectando la convivencia democrática en un país que enfrenta problemas profundos y no logra encontrar una salida a las crisis de diversas índoles que se evidenciaron con el estallido social, incluyendo la crisis moral que impacta a la sociedad chilena, sin que hasta ahora se canalice políticamente en un proyecto democrático, ético y estético.
¿Cómo se manifiesta la crisis moral que nos afecta?
Se refleja en el deterioro de valores éticos fundamentales que cohesionan a la sociedad, como la solidaridad, la equidad, la justicia, el respeto, el bien común y la compasión, todos ellos pervertidos por la lógica de la competencia y la mercantilización de las relaciones sociales, erosionando el sentido colectivo de lo correcto e incorrecto. En términos neoliberales, se prioriza la ventaja a cualquier costo, la ganancia fácil por encima del valor y la dignidad del trabajo.
Cuando una sociedad deja de cuestionar lo que es correcto o incorrecto, la corrupción se convierte en parte de la estructura, incluso sin leyes explícitamente inmorales, como afirmó Hannah Arendt. Ella también destacó la importancia de desarrollar un pensamiento crítico, entendido como la capacidad individual de analizar nuestros actos y sus implicaciones dentro de la vida comunitaria.
Esto nos lleva a cuestionar, ¿qué responsabilidad tienen las instituciones políticas en la creación de una cultura ética? La respuesta es clara, aunque a menudo evitada: las instituciones no solo legislan o ejercen poder; también educan, modelan y dan forma al tono moral de la sociedad.
La política institucional, a menudo olvidada, tiene una función simbólica y normativa. A través de leyes, decisiones y gestos públicos, establece lo que se considera aceptable o no. Pero su influencia va más allá del marco jurídico: genera climas de confianza o desconfianza, de esperanza o resignación. Cuando las instituciones actúan con coherencia, transparencia y responsabilidad, fortalecen el compromiso ciudadano y la idea de que es posible convivir bajo principios justos.
En contraste, si caen en la impunidad, el clientelismo o la hipocresía, transmiten el mensaje de que la ética es solo un recurso retórico y que, en la práctica, “todo vale”. Este es el caldo de cultivo que alimenta la crisis moral que enfrentamos, cuyas manifestaciones son una larga lista de abusos, arbitrariedades y constantes burlas a la fe pública.
Finalmente, ¿en qué medida la polarización política, la guerra sistemática en las instituciones democráticas, la manipulación y desinformación en redes sociales, así como la profunda desigualdad social ignorada y justificada, han contribuido a la crisis moral que vivimos como sociedad, sin que haya cambios substanciales hacia una vida más digna y en común?
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