
ex concejal y ex director laboral Banco del Estado.
Durante mucho tiempo, hemos escuchado que una mayor digitalización en la sociedad se traduce en un desarrollo más avanzado. Se afirma que la inteligencia artificial (IA), los servicios automatizados y las plataformas virtuales son el futuro. Si bien esto puede ser cierto en ciertas ocasiones, es fundamental reconocer que la tecnología, aunque a menudo se presenta como inofensiva, no es neutral en términos de relaciones sociales o de poder, ni en su impacto ambiental.
Respecto a esto último, el discurso que presenta lo digital como “verde” o “invisible” comienza a desmoronarse ante datos concretos: centros de datos que requieren enormes cantidades de electricidad y agua; modelos de IA con una huella de carbono similar a la de miles de vuelos; producción de dispositivos que dependen de minerales extraídos en condiciones laborales y ambientales precarias; y un gran volumen de residuos electrónicos que apenas sabemos gestionar. Algunos de estos aspectos se pueden explorar más a fondo en el Informe UNCTAD 2024. https://unctad.org/publication/digital-economy-report-2024
Este artículo enfatiza que, aunque las nuevas tecnologías digitales y la IA tienen el potencial de fomentar el bienestar social y la cohesión, considerarlas sin tener en cuenta las relaciones sociales puede generar un efecto contrario, profundizando las desigualdades si únicamente se priorizan la eficiencia, el control o la obtención de ganancias.
Históricamente, ningún modelo social, político o tecnológico ha logrado incluir de manera plena y equitativa a todas las personas en el progreso y bienestar que generan los avances científicos y tecnológicos, aunque algunos modelos se acercan más que otros.
Incluso los grandes avances —como la escritura, la imprenta, la revolución industrial, las revoluciones democráticas de Francia y Estados Unidos, los modernos estados de bienestar, la educación, la salud pública y la seguridad social— que han propiciado transformaciones culturales y políticas de largo alcance, también han traído consigo sombras y exclusiones. Son ejemplos que demuestran que la historia humana no es lineal, sino más bien tortuosa y llena de retrocesos y nuevos desafíos, los cuales debemos prever y abordar desde la política democrática.
En términos más contemporáneos, la visión tecnocrática de las tecnologías digitales y la IA, que reduce problemas complejos a cuestiones técnicas y se centra exclusivamente en la eficiencia y control experto, despolitiza los problemas. El diseño, acceso y uso de estas tecnologías están, sin embargo, fuertemente influenciados por estructuras de poder. Por ende, es vital discutir no solo sus efectos en los ecosistemas, sino también en términos de justicia social y derechos.
Es pertinente preguntarse: ¿Qué sucede con aquellos que no pueden adaptarse al nuevo entorno digital y que a menudo son los mismos que ya enfrentan la marginación en una sociedad clasista y excluyente como la neoliberal, cuyo objetivo es la acumulación excesiva de riqueza en manos de unos pocos y la exclusión de muchos otros? ¿Cómo podemos superar eso de manera constructiva?
La digitalización de trámites, servicios y relaciones sociales se ha presentado como un avance indiscutible, y lo es. Sin embargo, existe otra realidad que el marketing digital omite: personas mayores que no pueden manejar interfaces digitales; comunidades sin acceso consistente a internet, como se evidenció durante la pandemia cuando estudiantes se subían a los techos de sus casas para conectarse; o personas que simplemente necesitan o prefieren el contacto humano para resolver sus asuntos.
Cuando lo digital es la única opción, lo que para algunos es comodidad puede convertirse en una nueva forma de marginación para otros. La equidad no se logra obligando a todos a hacer lo mismo, sino ofreciendo diferentes caminos para alcanzar un destino razonable y accesible para todos.
En este sentido, proponer sistemas híbridos —que ofrezcan canales tanto digitales como presenciales— no debería considerarse un retroceso, sino un acto de respeto e inclusión para quienes deseen construir sus proyectos de vida en una u otra modalidad, o en ambas a la vez, según lo prefieran.
Asimismo, no debemos eludir la cuestión de por qué esta vez debería ser diferente y más justo en relación con las tecnologías digitales y la IA. En principio, no hay garantía de que lo sea. La tecnología, por sí misma, no avanza hacia la justicia social. Es solo una herramienta, y como tal, su impacto depende de quién la diseña, quién la controla y con qué propósito se utiliza.
Si las tecnologías y la IA se desarrollan bajo los mismos valores y lógicas que han predominado hasta ahora —maximización del beneficio, concentración del poder, eficiencia sin ética—, es probable que repitan, o incluso agraven, los patrones de exclusión y desigualdad que ya conocemos. Sin justicia social, la IA puede perpetuar o incluso empeorar la discriminación y la exclusión existentes.
Ya se pueden observar señales de advertencia: sistemas de IA que replican sesgos raciales o de género; plataformas que precarizan el trabajo bajo la lógica del “algoritmo”; concentración del poder tecnológico en manos de unas pocas corporaciones globales; y automatización que sustituye empleos sin ofrecer alternativas, fenómeno común en Chile al no reconvertir la fuerza laboral, lo que resulta en desempleo forzado. También es evidente el uso de estas tecnologías en la manipulación política a través de la desinformación y el miedo.
Por otro lado, podría ser de gran valor social si orientamos el desarrollo de estas tecnologías para apoyar la educación pública universal, fomentar una cultura solidaria y colaborativa, mejorar la salud, transparentar la gestión estatal y facilitar la participación ciudadana en la toma de decisiones; así como ayudar a monitorear la crisis climática y cuidar los ecosistemas, empoderar a comunidades para abordar sus desafíos, y eliminar tareas repetitivas en el trabajo, entre otros.
En resumen, aunque las tecnologías digitales y la inteligencia artificial pueden ser herramientas poderosas, no son la solución a los problemas contemporáneos. La clave radica en la sociedad y en la política, entendida como el espacio donde decidimos conjuntamente qué futuro deseamos, cómo utilizarlas y en qué condiciones, cómo distribuir sus beneficios y qué políticas públicas implementamos para enfrentar las causas estructurales de la desigualdad y los desafíos futuros. Esto resulta contradictorio, ya que si bien se presentan oportunidades, nos encontramos en una etapa de autoexclusión política y menosprecio de las instituciones.
Superar esta anomía exige una sociedad activa, crítica y participativa, porque no se trata de rechazar la tecnología, sino de integrarla de manera ética y social en una visión común que nos ayude a resolver las contradicciones y problemas no atendidos.
Para que esto ocurra, la clave somos nosotros como sociedad, no las herramientas que utilizamos.
*Foto de Alex Knight en Unsplash
Relacionado
Con Información de pagina19.cl