
Profesor de Historia, analista político.
La política contemporánea está marcada por un ambiente de desánimo que trasciende partidos e ideologías, manifestándose como un malestar general que permea la vida diaria y la percepción colectiva. Esta visión de final de ciclo, impulsada por la inestabilidad económica y la desconexión con las instituciones, ha sido utilizada por ciertos líderes que transforman el colapso en una promesa. Las corrientes de derecha, especialmente en sus versiones más radicales y conservadoras, junto a ciertos populismos actuales, han sabido canalizar este desencanto, ofreciendo como única opción de cambio la demolición o restauración del pasado. Este estilo de política convierte la crisis en un instrumento de poder, que se orienta no hacia lo colectivo, sino hacia la satisfacción de impulsos punitivos.
Mark Fisher, en su obra Realismo capitalista (2009), ilustra cómo este concepto actúa como una limitación a nuestra imaginación política, restringiéndonos a un presente sin alternativas que debilita la idea de comunidad. Este cerco no solo reduce la política a la administración de lo existente, sino que genera una sensación de que el cambio es inalcanzable y que el presente se prolongará indefinidamente. Franco Berardi, en su libro La fábrica de la infelicidad (2003) y en otros trabajos, advierte que esta crisis es también subjetiva, erosionando el deseo de futuro y la capacidad de construir relaciones. Juntos, estos diagnósticos perfilan un panorama donde la política de la desesperanza no solo surge de la falta de propuestas, sino de la incapacidad para imaginar y sostener lo común, en un mundo que promueve la desconfianza y la competencia, incluso en lo que antes eran espacios compartidos. Esta desconexión, y la falta de visión a futuro, favorecen la aceptación de una salida autoritaria y el abandono de la deliberación democrática.
En Chile, esta política se manifiesta con claridad en las candidaturas presidenciales de Evelyn Matthei, José Antonio Kast y Johannes Kaiser, cuyos discursos se han vuelto indistinguibles. Matthei, que tradicionalmente ha sido parte de la derecha, ha adoptado un tono autoritario similar al de la derecha radical, llegando al punto de silenciar a la Ministra Vocera durante una conferencia, un acto que recuerda tácticas de Trump o Milei. En este contexto, Matthei ha decidido dirigirse a la derecha radical en lugar de buscar el centro, lo que ha debilitado su posición en las encuestas y provocado divisiones en la centroderecha, como la renuncia de la ex ministra Soledad Alvear a Amarillos por Chile. Mientras tanto, Kast y Kaiser, quienes compiten codo a codo con Matthei en las encuestas, nutren este clima de desconfianza, apelando a un electorado que ha radicalizado su postura, no necesariamente por una identificación ideológica, sino por un sentimiento de descontento que la izquierda y el progresismo no han sabido interpretar o canalizar, provocando una desconexión entre las inquietudes de la población y las respuestas de la política institucional. Este clima de anomia y apatía se convierte en un terreno fértil para liderazgos que han conseguido conectar con la frustración de un electorado desencantado, dispuesto a aceptar alternativas autoritarias ante la pérdida de sentido y un malestar profundo que socava los lazos comunitarios y bloquea cualquier horizonte democrático.
Sin embargo, como recordaba Gramsci en Odio a los Indiferentes, aunque “la historia parezca ser un fenómeno natural” que arrastra a todos, la labor política es desafiar ese fatalismo. No es suficiente con ofrecer discursos esperanzadores que se asemejan a fuegos artificiales: necesitamos una ética de lo común que permita organizar el malestar, no como un recurso populista, sino como base para la reconstrucción social. Desde una perspectiva de socialismo democrático, esto implica fortalecer lo público, redistribuir poder y construir instituciones que no solo administren, sino que actúen como espacios de deliberación y encuentro.
Pensar políticamente en tiempos de desesperanza no puede limitarse a un voluntarismo retórico o a la nostalgia de proyectos finalizados. Requiere un compromiso genuino y radical con la ética de lo comunitario, entendida como una concepción política que valora la interdependencia social, la importancia de instituciones compartidas y la necesidad de sostener lo común más allá del individuo. Filósofos como Iris Marion Young y Charles Taylor abogan por reconstruir vínculos solidarios frente al malestar, desde un enfoque que reconoce la interdependencia social y se compromete con las estructuras materiales de la vida en común. Ante la política de la desesperanza, la respuesta no es simplemente perpetuar el desgaste, sino transformar la imaginación política y la ética comunitaria en herramientas concretas para sostener la democracia como un proyecto de transformación social, no simple gestión.
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