En estos 15 años de evaluación por parte de la OCDE, Chile ha adquirido no solo el lenguaje de las economías avanzadas, sino que su integración ha resaltado desafíos estructurales significativos. Celebramos avances como la mejora en el gobierno corporativo y la disminución de la pobreza al 6,5%. Sin embargo, este optimismo se ve opacado por la persistente realidad de una productividad estancada. La revisión del organismo enfatiza que cumplir con una lista de verificación no asegura un desarrollo sostenible. Aunque Chile ha adoptado métricas, la evaluación reciente destaca una dicotomía entre el potencial económico no explotado y las reformas que han sido pospuestas.
La productividad, un indicador complejo pero crucial, sigue siendo nuestra mayor debilidad. La estimación de una formación bruta de capital del 4,6% para 2025 sugiere que la inversión privada carece del impulso necesario. Atribuir esta situación únicamente a factores externos sería una simplificación excesiva. Es fundamental investigar las barreras internas, como la complejidad regulatoria que disuade la inversión y la incertidumbre que socava la confianza. La solución no reside solo en aumentar el gasto público, sino en crear un entorno propicio para la inversión productiva.
La OCDE hace hincapié en la necesidad de un “espacio fiscal”, pero alcanzarlo requiere un enfoque más elaborado. Aumentar la carga tributaria, especialmente sobre las empresas, podría resultar contraproducente y limitar la inversión. La prioridad debe ser la eficiencia del gasto público, asegurando que cada peso invertido se traduce en un valor tangible. ¿De qué sirve incrementar la recaudación si se pierde en una gestión ineficiente? La reforma debe centrarse en optimizar recursos y perseguir la elusión y evasión fiscales con rigor.
La desigualdad persistente, reflejada en un índice de Gini de 0.444, limita nuestras capacidades económicas. Aquí aparece un tema a menudo pasado por alto en los informes tradicionales: la informalidad laboral, que precariza la vida de muchas personas, erosiona la base tributaria y restringe el desarrollo del capital humano. Atacar este problema requiere incentivos para la formalización, simplificación de trámites y políticas activas de empleo. Además, una fuerza laboral con carencias en competencias digitales y una significativa brecha salarial de género revela otra disparidad entre nuestra capacidad y los resultados obtenidos.
La inversión en I+D es otro ámbito donde Chile está por debajo del promedio de la OCDE. La transición hacia una economía verde ofrece una oportunidad, pero es fundamental integrar los riesgos climáticos en la planificación fiscal. Esto no solo implica aumentar el gasto en I+D, sino también fortalecer la colaboración entre la academia y el sector empresarial, promover el emprendimiento tecnológico y establecer un marco regulatorio que incentive la adopción de nuevas tecnologías. Sin embargo, los resultados de la prueba PISA, que se sitúan por debajo del promedio de la OCDE, son una clara señal de alerta sobre la calidad de nuestro futuro capital humano, que está estrechamente ligado a nuestra capacidad para innovar y competir a nivel global.
La membresía en la OCDE ha sido un ejercicio de autoevaluación. La próxima década debe traducirse en un avance de las “buenas prácticas” a reformas estratégicas adaptadas a nuestra realidad, con un enfoque en la eficiencia del Estado y en una inversión inteligente en capital humano. No se trata de seguir un modelo único, sino de realizar un diagnóstico preciso que permita construir una estrategia nacional capaz de desbloquear el potencial no explotado. El desafío es convertir esos “checklist” en una hoja de ruta personalizada, atendiendo a nuestras particularidades, transformando recomendaciones en políticas públicas efectivas y construyendo una economía más resiliente, inclusiva y competitiva.
Leonardo Rivas
Académico Facultad de Administración y Negocios
Universidad Autónoma
Con Información de chilelindo.org