El límite representaba una vía: la decisión de no cruzar puede interpretarse como una forma de evasión.

El silencio también es un texto

Caminaba en silencio por la carretera cuando un hombre del campo detuvo su camioneta sin decir nada. Apenas levantó la mano, como si intentara apartar una mosca. Subí a la caja, entre costales rotos y restos de maíz. El motor rugió al retomar la bajada desde Tapalpa, en los Altos de Jalisco. Era mi segunda vez en esa ruta, pero esta vez —lo sabía— no habría retorno.

Llevaba días sin hablar con nadie. Para mí, eso había dejado de ser raro. Tras años de justificar mi existencia a través de discursos, había aprendido a callar. El silencio no era renuncia, sino un nuevo lenguaje que no requería comprensión. Mis palabras ya no salían, sino que se quedaban atrapadas en una libreta vieja y ajada, donde escribía historias con tinta sepia que se corría con el sudor.

Vestía ropa negra y sucia de tierra, la barba larga y revuelta. Llevaba un morral de piel curtida, que olía a mezcal, polvo de carretera y recuerdos. Había dejado de conectar con el mundo, aunque seguía dejando archivos en la nube, como quien deja piedras en el camino, no para que otros me encuentren, sino para recordarme que alguna vez estuve en tránsito.

Acostumbramos a hablar en clave, escondiendo lo personal detrás de estructuras narrativas que simulan universalidad. Y cuando dejo de escribir, algunos creen que me he callado. No entienden que, a veces, el silencio también es un texto. Esta vez, no lo publiqué; lo caminé.

El paso al otro lado sería un desfile sin épica: campesinos con sombreros ladeados, traficantes disfrazados de jornaleros, gringos con aspecto de haberlo perdido todo, y sudacas —como yo— ensayando una serenidad que no tenían. Todos queriendo parecer otros, todos fingiendo que tenían un plan. Yo no. Lo único que tenía era tiempo.

Faltaban cinco días para llegar a Tijuana: días de camiones de redilas, de fondas con café quemado, de baños sin cerrojos, y de perros flacos que no ladran. El camino sería largo, pero era la única promesa que aún sabía cumplir.

Ya a esa altura, el polvo y el sol marcaban heridas en mi cara. Años cuidándome del sol por una piel urbana y frágil quedaban atrás, como tantas cosas que se abandonan en silencio, sin ceremonia. Lo que era rutina —bloqueador, sombra, camisa clara— ahora era memoria inútil. Mi cuerpo empezaba a parecerse al camino, y eso, lejos de dolerme, me resultaba justo.

El norte nunca fue mi lugar. Llegaba, hacía lo que debía y me iba. Nunca supe si había ciudades más allá del camino o personas tras las puertas; solo sabía que algo quedaba, algo áspero que ahora volvía.

Esta vez era diferente. Esta vez caminaba. Casi sin equipaje, sin prisa, sin horario. Nadie sabía dónde estaba ni qué me proponía. Esa falta de expectativa me ofrecía un descanso que no había tenido en años. No fue una decisión. Fue una deriva, como si el mundo se hubiera desvanecido lentamente y yo siguiera andando para no quedarme mirando.

Dormía donde podía, comía cuando encontraba algo. En algún punto del trayecto, pasamos la noche en un galpón improvisado, armado con láminas viejas y con olor a tierra. Seis o siete cuerpos acostados en el suelo, sin orden. Un hombre encendió una pequeña fogata y colocó una olla abollada sobre piedras. El agua, más turbia que limpia, se calentaba, mientras el metal dejo escapar un hilo constante, como si incluso el fuego supiera que todo gotea.

Uno de los hombres, un joven del sur con mirada quieta, me alcanzó una frazada rota sin decir nada. Nadie preguntó nombres. Dormimos espalda con espalda, como animales que entienden mejor el frío que las palabras.

A la mañana siguiente, él ya no estaba. Dejé escrito en la libreta: "El silencio no duele. Duele lo que uno decía para evitarlo."

Continuamos rumbo al norte. Los pueblos empezaban a ser menos pueblo y más bordes: caseríos sin tiendas, calles sin señal, perros flacos que no ladran. Parecían fantasmas resignados a vivir entre polvo y sol. Ya no esperaba nada del camino. Ni revelaciones ni descanso. Solo sombra, un lugar donde el calor no hablara tan alto.

Escribía poco. A veces una frase, otras un simple trazo. No eran reflexiones, eran restos, migas que dejaba caer para no perderme. Anoté: "Ya no viajo. Me arrastro con dignidad."

El norte que ahora recorría no tenía jardines. Era desordenado, seco, callado. Donde el viento golpea sin anunciarse y la tierra no simula nada. No se parecía al norte de las revistas ni al de las carreteras limpias. Este era otro, uno donde no había señales y, por eso mismo, era más verdadero.

No sabía si iba a cruzar, ni si quería. Tal vez solo buscaba llegar al borde de algo, un límite que no tuviera que negociar. Una frontera muda.

A veces caminaba solo, a veces con otros. El camino alternaba momentos de aislamiento absoluto con breves períodos de compañía: jornaleros temporeros, migrantes de más lejos, hombres que ya no preguntaban porque entendieron que las respuestas también pesan.

Con los temporeros compartíamos algo que no era lenguaje, sino una intuición aprendida: cómo evitar al narco, cómo leer miradas, cuándo cambiar de vereda, cuándo quedarse quieto. No lo sabíamos porque alguien nos lo enseñara, sino como se sabe cuándo lloverá: por el aire, por cómo se callan los pájaros, por cómo se abren las grietas en la tierra.

Los migrantes eran diferentes. Venían con miedo en sus rostros, con golpes sin explicar. Algunos hablaban dormidos y otros nunca hablaban. Cargaban no solo mochilas, sino vidas fallidas. Para ellos, el camino no era exilio, era juicio.

Cartografía del desvío

Una tarde se me unió un perro. Gordo, desorientado, con los ojos perdidos. Lo supe cuando se acercó a mi sombra. Le compartí un trozo de tortilla y se quedó. No ladraba, no pedía, y no se alejaba. Lo llamé Harry. Casi nadie entendió por qué. Yo simulé no entenderlo.

Lo curioso era que Harry no parecía necesitar vista. Se movía con una certeza que yo ya no tenía, como si su ceguera le diera acceso a una geometría que los demás ignorábamos. Me guiaba por senderos que no estaban en el mapa. Caminos internos, bordeando asentamientos sin ser vistos. Como si hubiera sido un coyote en otra vida. Como si ambos emprendimos el viaje no para llegar, sino para evitar.

Una tarde, Harry me llevó a un campo abierto donde unos hombres recogían tomates bajo el sol. Pregunté si necesitaban manos. Nadie respondió, y uno de ellos, con un gesto, señaló un cajón vacío. Me uní.

Trabajé dos días. No pidieron papeles, ni preguntaron mi nombre. Recogía tomates con las manos sucias, agachado durante horas, compartiendo agua caliente y tortillas frías. Decían poco y cuando hablaban, era sobre cuándo cruzar. Pero ese silencio también decía mucho. Solo el sonido de los frutos cayendo en los cajones, los machetes en la maleza, y el ronquido breve de alguien sobre un costal.

Al final de la jornada, el capataz —un tipo curtido— me puso unos billetes doblados en la palma sin mirarme. Era poco, pero más de lo que tenía. Fui a un lugar donde servían algo, pedí tres tequilas y una cerveza. Me los tomé despacio, no por disfrutarlos, sino por el gesto de sentarme como alguien que no tiene prisa. Harry se acostó a mis pies, inmóvil. Lo miraban con extrañeza, pero nadie dijo nada.

Esa noche dormimos bajo un mezquite. El viento traía olor a estiércol seco. Escribí en la libreta: "Nos guía lo que no vemos. Nos detiene lo que no podemos soltar."

Después, me acosté. Harry se arrimó. No buscaba calor, solo compañía.

Habíamos llegado al norte por Chihuahua. No tan al norte como para que el cruce fuera inminente, pero sí lo suficiente para que la frontera comenzara a sentirse en el aire. A esa altura, el paisaje ya era otro: más árido, más tenso. Aunque los caminos parecían iguales, estaban cargados de una vigilancia sin rostro. No había uniformes ni retenes, pero uno sentía que algo observaba desde los montes.

Pensaba en Juárez. Era la salida más cercana, la más marcada, evidente y fácil de anticipar. Al primer signo de muerte —un cuerpo al borde de una brecha, una ráfaga lejana— Harry giró. No fue miedo, sino un instinto que no necesitó explicación. Se alejaba hacia el oeste, como si su hambre lo guiara.

Lo seguí. Ya no me preguntaba por qué. Harry no me guiaba a un lugar; me guiaba a una forma de seguir moviéndome sin tener que elegir. Caminamos días en ese viaje lateral. Al sur de la idea del norte. Rodeos sin destino que parecían evitar el cruce, pero a la vez lo volvían más posible.

Pasamos por rancherías donde la gente no hacía preguntas. Dormimos cerca de canales secos, debajo de puentes oxidados. Harry nunca se alejaba. Su ceguera no lo limitaba, lo eximía de la distracción. Caminaba como si el mundo estuviera dibujado en sus patas. Y si se detenía, yo también lo hacía. Aprendí que sus pausas no eran capricho, sino advertencia.

El cruce se había vuelto más difícil con el nuevo gobierno. Pero no más riesgoso. Porque los migrantes no saben de gobiernos. Saben del ruido que precede a un disparo, de cuánto tiempo pueden estar escondidos. Saben leer la velocidad de las botas en el monte.

Harry parecía llevarme hacia Tijuana, o al menos en esa dirección, aunque sin lógica. Evitaba caminos marcados, bordeando pueblos sin entrar. Cruzábamos campos sin cosechar, senderos que no figuraban en ningún mapa. Me guiaba como se lleva un recuerdo: sin rumbo, pero con peso.

Escribí en la libreta: "No siempre se avanza hacia el norte. A veces hay que rodearlo para que no te trague." Y abajo anoté: "Harry no ve, pero sabe por dónde no morir."

No entramos a Nogales. La ciudad se extendía como un rumor en el horizonte, pero la bordeamos sin entrar. No fue miedo, sino instinto. Entrar era anunciarse. Y yo ya no quería ser nadie.

No tener nombre es una forma de estar

Me ofrecieron trabajo al oeste, en un terreno sembrado con calabazas y maleza. Era uno de esos espacios temporales donde la necesidad arma su propio sistema. Levantábamos cercas, limpiábamos surcos. Pagaban por día, sin preguntas. Harry se quedaba a la sombra, inmóvil. Alguien le dio agua, pero nadie lo tocó.

Mi aspecto llamaba la atención. No por la ropa, sino por cómo estaba. Demasiado callado para un jornalero, demasiado solo para un migrante. No sabían ubicarme, y eso era peligroso. Ser difícil de leer podría ser más riesgoso que estar armado.

Los senderos de tierra eran más seguros, no porque ofrecieran protección, sino porque no exigían identidad. Nadie preguntaba de dónde venías ni a dónde ibas. Se asumía que estabas ahí por necesidad.

Sabía que esta situación no podía durar. Al otro lado no seguiría entre jornaleros. Me delataría el lenguaje, la forma de observar. Aquí, mi nombre inexistente, mi acento, todo eso terminaría por señalarme.

Este viaje no era una huida; era un alto. Una suspensión, una forma de congelar la identidad hasta decidir si volver a tener una. Por eso no escribía ciertas cosas. Las ideas, las líneas de código las guardaba en mi mente. Sabía que el papel podía quemarse, perderse, abrirse. Pero la mente, al menos por ahora, seguía siendo solo mía.

Escribí frases que no comprometieran: "Hay lugares donde pensar en voz alta es igual de peligroso que gritar." Luego, "No todos los fugitivos huyen. Algunos solo esperan que el mundo se canse de buscarlos."

Seguimos hacia el oeste, más lejos de lo previsible. La ruta lógica se perdía a nuestras espaldas y lo que quedaba adelante carecía de forma. Llegamos a Sonoyta sin entrar del todo, bordeando su espesor. Ni siquiera nos deteníamos, como si cualquier asentamiento pudiera devorarnos.

Pero en lugar de cruzar, seguimos. No hacia el norte, sino hacia el oeste. Como si hubiera otra frontera más allá de la frontera. Harry marcaba el ritmo, su paso era lento y constante. No lo dirigía; lo seguía, como si supiera que lo que se necesita no es un lugar, sino una manera de moverse.

El trayecto hacia Mexicali implicaba una decision que ninguno tomó en voz alta. Porque para llegar había que enfrentarse al desierto real, al que borra las huellas de quienes lo cruzan.

Con lo que nos quedaba en los bolsillos tomamos un autobús desvencijado. El motor roncaba como un animal enfermo. El trayecto duró poco más de tres horas, y en ese tiempo la piel comenzó a pedir agua.

En el interior, el ambiente era denso. Mezcla de sudor seco y tierra acumulada. Era evidente que ya era hora de bañarse. No por higiene, sino por dignidad. Por una pausa que recordara que aún se podía elegir el propio olor.

Al llegar a Mexicali, tampoco entramos del todo. No buscamos avenidas ni mercados. Solo un sitio donde dormir y lavar. Encontramos una pensión vieja donde se podía llenar una tina y tender la ropa al sol.

Esa tarde, al quitarme la ropa, entendí que no solo había dejado mucho atrás. También había soltado peso. No solo el del morral, sino el de sostener una versión de mí. De ser útil, claro, de tener un propósito.

Miré la ropa en la cuerda, agitándose con el viento del desierto. No estaba tan gastada, y eso —más que protegerme— me delataba. Quizás no debí lavarla.

Harry dormía a la sombra de una pared, inmóvil como siempre. No se quejaba ni buscaba. No necesitaba nada más que lo que tenía. Y tal vez por eso, seguía viendo mejor que yo.

No escribí nada esa noche. Algunas cosas, si se dicen, pierden efecto.

Harry no ve, pero sabe por dónde no morir

Volvimos al camino. El polvo cubrió de nuevo la ropa recién lavada. El baño fue breve, y su efecto se disolvía como una mentira. Volvía a caminar sin rumbo, aunque con ruta.

Tomamos una vía antigua que bordeaba pueblos sin tocarlos. La frontera no era visible, pero se sentía en la desconfianza flotante en el aire. Todos parecían estar de paso, incluso los quietos.

A veces se cruzaban grupos de migrantes. No saludaban ni huían. Solo pasaban, guiados por un miedo silencioso. En otras ocasiones, camionetas grandes atravesaban el camino, levantando nubes de tierra que nos obligaban a detenernos. No eran tránsito, eran señales. Y no saber leerlas podía costar.

Ambos eran un riesgo: los que corren y los que imponen. Por eso manteníamos distancia. Harry lo entendía mejor que yo. Al menor indicio, se detenía o se apartaba, como si pudiera oler la tensión.

Yo no era como ellos. No lo parecía. Y eso, en este tramo del país, podía ser peligroso. Pero en la práctica, también era un ilegal, no por cruzar sin papeles, sino por estar aquí sin estar registrado. Por decidir no conectar.

Mantuve ese estado como quien sostiene una fiebre baja para no caer en lucidez. Como una forma de recordarme que este tiempo no era destino. Que cuando cerrara esta etapa, debía hacerlo desde afuera. Salir del tránsito, del personaje.

Este viaje no era un escape. Era una secuela no buscada. Una sala de espera sin puerta. Una forma de quedar suspendido entre lo que fui y lo que ya no podía seguir siendo.

Lo comprendí esa tarde, en un paradero seco. Me había detenido para beber algo tibio que llamaban cerveza. Harry dormía a mis pies. Un comerciante se sentó cerca sin decir nada. Me miró una vez, luego bajó la vista y me pidió ayuda. Sacó una computadora vieja. El cursor parpadeaba en una pantalla inmóvil. Apreté algunas teclas, corregí algunos errores. El sistema respondió. Él agradeció con la mirada y no volvió a hablar.

Entendí, a pesar del polvo y el exilio, algo me delataba. No eran las manos ni la voz, sino el gesto. La manera de tocar esa máquina como si todavía tuviera sentido. Como si aún supiera para qué servía.

Me quedé mirando la pantalla por unos segundos. El cursor seguía latiendo. Pensé en el sur, en aquel viaje que no parecía parte de este, pero que quizás lo era. Había comenzado tras un accidente, aunque nadie supo si fue más físico o de otro tipo.

Después vino la ruptura, no por herencias ni discusiones, sino por una forma de cuidado que desgasta. Hay vínculos que se fundan en la culpa, no en el amor. Una madre puede sostener a un hijo durante años sin saber si lo ayuda o si solo lo acompaña a hundirse más despacio. En esos meses, ella no lo sabía. Mi hermano tampoco. A veces son los afectos —no los conflictos— los que más nos inmovilizan. Y fue por eso que volví a huir del sur. Porque al moverse uno, todo se parte. Incluso lo que nunca se dijo.

Después vino lo que llamé mi reinvención. Trabajé con dinero que no era mío en operaciones que producían más números que valor real. No era un casino, pero casi. La bolsa, las métricas, llamadas vacías que simulan urgencia. Nada me pertenecía, salvo la fatiga y ganas de escapar.

Y aun así, algo de ese lenguaje quedó. Una arquitectura en la cabeza, un mapa que nunca escribí pero que podía activar si era necesario. Por eso no tomaba notas. Las ideas, las configuraciones, la estructura que una vez soñé las guardaba en la memoria. No por paranoia, sino por necesidad. Sabía que la libreta podía perderse, abrirse, ser revisada. La mente, al menos por ahora, seguía siendo solo mía.

Esa conexión mínima —una cerveza tibia, una terminal reparada, una mirada sin preguntas— me recordó que todavía estaba siendo buscado. No por él, sino por las dos únicas personas que no inquietaban mi ausencia, pero sí les dolía.

El recuerdo del baño y del alivio breve se desvanecía ahora como una broma mal contada. Lo que quedaba era Harry, el camino, y la certeza mansa de que la pausa había terminado.

Esa noche, con el polvo adherido de nuevo a mi piel, pensé que quizás esta era la única forma de avanzar: caminar sin cómo, pero con ruta. Como si el sentido no estuviera en llegar, sino en seguir borrando las marcas hasta que no quede ninguna.

Harry olfateó el aire, ladeó la cabeza y tomó un desvío hacia una brecha sin nombre que apuntaba al sur, como si su viaje hubiera terminado. Antes de alejarse del todo, giró el rostro hacia mí —no con urgencia, sino con calma de quien sabe lo que deja— y por un segundo pareció verme. No pregunté; solo seguí hacia el oeste.

Ajusté de nuevo el morral sobre el hombro. El polvo era el mismo, el sol también. Pero la ruta —ahora sin Harry— se veía más desdibujada. Como si entendiera que uno no siempre elige por dónde ir. A veces solo sigue, no por convicción, sino porque ya nadie lo está esperando.

Con Información de desenfoque.cl

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