Por Diego Ancalao Gavilán
Después de un año y medio de lo que se asemeja más a una “condena anticipada” que a una “prisión preventiva”, tengo la oportunidad de volver a expresar mis ideas y reflexiones. Considero que este proceso ha sido injusto y discriminatorio, pero, en lugar de destruirme, ha fortalecido mis convicciones, otorgándole sentido a la dura experiencia que he enfrentado.
Durante este tiempo, he podido realizar numerosas reflexiones, una de las cuales comparto en este artículo. Lo hago desde la decepción que me causa la izquierda en el poder y los efectos que, a mi juicio, tendrá en el presente y el futuro cercano.
Entre 1879 y 1880, Fedor Dostoievski escribió su magistral obra “Los hermanos Karamazov”, donde afirmaba: “El mundo le dice al pobre: ¿tienes necesidades? ¡Satisfácelas!, ¡tus derechos son iguales al de los ricos!…”. Esta ironía revela una realidad que hoy es aún más evidente. ¿Es esta la libertad tal como se define en el siglo XXI? ¿O simplemente es un disfraz que oculta una nueva forma de esclavitud? Aquellos condenados a la pobreza no pueden escapar de esa “prisión social” sin el respaldo de un Estado que genere condiciones de igualdad y justicia.
La libertad parece ser un espejismo para muchos, beneficiando únicamente a los que detentan el poder, mientras que la pobreza nos lleva a un ciclo vicioso de envidia, resentimiento y violencia. Los que dominan utilizan este concepto para justificar su control, mientras el pueblo es privado de sus derechos y de las herramientas necesarias para cambiar su realidad.
Sin embargo, la esperanza basada en convicciones siempre será el espacio para el cambio de paradigmas. Aún en las circunstancias más adversas, que son el entorno diario de los pobres, podemos transformar la realidad y avanzar hacia una verdadera justicia social. Como hemos repetido, la llegada de una verdadera libertad para todas y todos no será un regalo de quienes la han monopolizado, sino una lucha conquistada por quienes sufren su ausencia.
La “meritocracia” continúa siendo una aspiración, transformándose en una herramienta que los poderosos utilizan para legitimar sus decisiones y justificar su dominio. Es claro que los derechos de los pobres no son respetados y hemos sido despojados de los medios para salir de la segregación. Soy un ejemplo más de esta realidad por mi origen mapuche, mestizo y pobre.
Los sueños de justicia e igualdad por los que lucharon mis antepasados siguen vivos. Tras tres años de un gobierno que se autodenomina de izquierda y que ha sido decepcionante, aún presenciamos un espectáculo lamentable donde prevalecen los medios de comunicación y voces sesgadas. Chile no ha cambiado, como afirmaba la gente durante el estallido social, más allá de una nueva legislación o la condena a algunos delincuentes o corruptos, hemos vuelto a la misma situación de incertidumbre.
La “democracia” que experimentamos responde a una élite política que actúa solo en función de intereses acordados entre unos pocos. Los grandes empresarios siguen controlando la economía, mientras el pueblo enfrenta desempleo, pobreza extrema y salarios miserables, sumado a una creciente criminalidad. El gobierno, por su parte, ha demostrado incapacidad para garantizar el estado de derecho y los mínimos éticos que prometió, exponiendo a esta nueva generación que nos gobierna y desilusionando las esperanzas de muchos.
La pregunta clave que surge es: ¿Podemos realmente transformar la realidad de Chile acorde a los ideales que proclaman nuestros políticos? Si consideramos que la libertad, la igualdad de oportunidades y la justicia son derechos universales, debemos preguntarnos por qué solo algunos pueden ejercerlos. Un sistema que segrega y oprime a las mayorías en favor de una elite que utiliza la “partidocracia” como herramienta de control, es un sistema que nos traiciona sin remordimientos.
El verdadero problema de Chile es que el poder político ha sido usurpado por una élite que ignora las necesidades del pueblo.
Es evidente que los desafíos que enfrenta nuestro país son desmesurados para los políticos en el poder. La “izquierda acomodada”, que se presenta como progresista, solo habla sin actuar, atrapada en un pseudo-progresismo abstracto que no aborda los problemas reales de los sectores populares, campesinos, trabajadores e indígenas. He sido testigo directo de este fracaso y víctima de la represión política. Pero he aprendido a levantarme, sin miedo ni odio, convencido de que debemos derrocar a los gigantes que se creen invencibles. Esa “izquierda” que habla de los pobres, pero se siente incómoda con su proximidad, no pretende cambiar el statu quo.
Fueron elegidos para ser la voz de los que no tienen voz, para representar a quienes han sido silenciados por el poder. Sin embargo, lamentablemente han olvidado sus ideales, vendiendo sus principios a grandes corporaciones que financian sus intereses personales. Se han convertido en cómplices de un sistema corrupto que sabe exactamente cómo someter y doblegar a quienes se muestran incómodos o contrarios a sus intereses deshonestos.
El verdadero desafío de Chile es la usurpación del poder político por una elite que desconoce las necesidades del pueblo. Las desigualdades políticas alimentan las desigualdades sociales y económicas, como bien señala el PNUD en su informe sobre democracia. Cambiar la realidad de nuestro país implica recuperar el poder político y ponerlo al servicio de la ciudadanía, no de unos pocos privilegiados.
Es fundamental un cambio profundo, que no dependa de la buena voluntad de ciertos individuos, sino que surja desde los sueños y necesidades del pueblo. Si los ciudadanos tuvieran el control político, no enfrentaríamos las injusticias que observamos hoy. No permitiríamos que la política se convirtiera en una lucha de intereses individuales, sino en un auténtico combate por la justicia y la dignidad.
Debemos actuar en defensa de nosotros mismos. La superación personal, la esperanza y la justicia social son responsabilidades que nos corresponden por derecho. No podemos volver a mirar hacia otro lado mientras nuestros semejantes sufren.
El tiempo de la sumisión ha llegado a su fin. ¿Por qué debemos esperar que alguien “interprete” nuestra realidad y nos dicte qué hacer? Esa época de despotismo ilustrado, donde unos pocos creían saber lo que el pueblo necesita, ya no es aceptable. La amarga experiencia del estallido social, que las elites poderosas intentan trivializar llamándolo “estallido delictual”, no comprenden que fue una manifestación legítima, cargada de la fuerza de un clamor por liberación. Sabemos que este movimiento fue instrumentalizado tanto por aquellos que aprovecharon la oportunidad para promover sus intereses mezquinos, como por otros supuestos representantes que buscaron acuerdos para retomar el control de sus propios destinos.
Sin embargo, nada detendrá el protagonismo de quienes se levantaron contra estos abusos que persisten. Ese pueblo, consciente de su poder, volverá a liderar los cambios necesarios, haciéndolo sin miedo, sin odio y sin violencia, solo con la firme determinación de alterar las estructuras que nos oprimen.
No esperaremos que los mismos privilegiados de siempre, de todos los sectores políticos, proponen soluciones mágicas que curiosamente siempre terminan enriqueciendo a ellos mismos. Debemos ser nosotros quienes construyamos el futuro que merecemos. Así como el pueblo mapuche jamás se rindió ante los conquistadores, hoy debemos recordar que el futuro radica en nuestras manos.
Por Diego Ancalao Gavilán
Comunidad Mapuche Lonco Manuel Ancalao
Columna escrita desde la injusta prisión política en “democracia”. Cárcel de alta seguridad de Puerto Montt, Región de Los Lagos.
Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no necesariamente representan las opiniones de El Ciudadano.
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Con Información de www.elciudadano.com