
Trabajo en un centro comercial ubicado en el Oriente, en la frontera entre la imagen turística y la realidad chilena. Paso allí la mitad de mi tiempo, lo que hace imposible no notar cómo esos dos o más mundos chocan diariamente, aunque no lleguen a conocerse.
Al mall llegan personas en alguno de los más de 20 recorridos de micros del Transantiago que llegan a esa área. También hay quienes llegan a pie, en Metro o en elegantes autos que provienen de los alrededores. Asimismo, hay turistas provenientes de diferentes partes del mundo, en su mayoría latinoamericanos.
Miles de personas asisten allí con la intención de consumir, moviéndose apiñadas en escaleras mecánicas y pasillos, sin establecer conexiones o vínculos reales.
Además, como yo, hay cientos de trabajadores que dedican sus vidas a laborar para el dueño del mall y para las tiendas y servicios que allí operan. Tal vez miles, quienes hacen posible el funcionamiento de este negocio.
Los malls son verdaderos bastiones del capitalismo. Su única obligación es lucrar. La solidaridad y la responsabilidad social empresarial son solo frases hechas para incluir en los informes anuales: “Este año apoyamos a 5,000 emprendedores en nuestros locales”. ¿Y qué clase de ayuda fue? Alquilarles un espacio a precios exorbitantes.
“Si te gusta, bien; si no, hay miles esperando para ocupar tu lugar” es la regla que rige la vida de quienes dependen de su relación con el mall. Un engranaje que opera cada día, cada hora, cada segundo, en el cual los beneficios, evidentemente, no se distribuyen equitativamente. Eso es impensable. Si vendiste 30 millones el día de Navidad, sería una locura y no un acto comercial repartir incentivos a tus vendedores en proporción. Simplemente, debes sentirte afortunado de tener trabajo.
Dentro del mall ya se pueden percibir dos o más realidades del mismo Chile. Pero afuera hay una tercera mucho más cruda. Allí se encuentra la mujer de más de 70 años que lleva 30 años vendiendo sus pequeñas artesanías en un pañuelo desplegado sobre la acera, tratando de escapar durante todo el día de las autoridades. Le duele la espalda, pero lo atribuye a su edad, y se siente feliz cuando logra vender un collar que cuesta 2,000. También está el hombre de alrededor de 45 años que vende flores, artesanías y lo que sea necesario, para conseguir el sustento diario, un trabajo que es parte de su tradición familiar. “Todos somos ambulantes, de toda la vida, y no creo que la venta de flores de mi balde afecte la economía del mall”, nos dice con ironía. Igualmente, hay un joven de 27 años que vende pastillas, ferviente seguidor de la derecha, que admira a Milei y admite que gasta diariamente $50,000 en su adicción. “El vicio vino tras mi paso por la cárcel, y no puedo dejarlo porque la vida es complicada”, dice, sin rencor ni resentimiento. También está el joven con discapacidad que cada día lo llevan a las afueras del mall para que venda vendas. Al menos, él se libra de las persecuciones policiales y su rostro refleja ternura y satisfacción al ser saludado por su nombre.
Es un placer observar al bailarín autodidacta de 28 años que deslumbra con su arte, su música y su cuerpo en su trozo de calle al atardecer. Recibe aplausos y congrega a un gran público cada vez que se presenta, y transmite una gran dignidad cuando le preguntan si aspira a ser famoso. “Soy feliz bailando, que es lo que amo hacer, con pasión y libertad. No me interesa la fama”, afirma con total certeza.
Al margen del modelo
Fuera -y a veces dentro del mall- también existe la vida de quienes han sido dejados fuera del sistema y sobreviven en condiciones brutales. Muchas veces, esto me recuerda a las favelas de Río de Janeiro, que coexisten con hoteles de lujo y turistas de Ipanema en una escena desgarradora. Fuera del mall, puedes ver a un hombre de raza negra, con ropa antigua y sucia, revisando los cubos de basura instalados a la entrada, buscando su alimento diario. O al hippie desaliñado que recorre los pasillos del mall con su mochila y saco de dormir, intentando entablar conversaciones llenas de incoherencia y marihuana con el mundo interno, en paseos sin rumbo. “En situación de calle” les llaman ahora.
Y por todas partes se pueden escuchar las conversaciones a gritos de la marea de migrantes que han convertido a Chile en un país con acentos y costumbres diversas, que llegan al mall para hacer largas filas por un souvenir de Lolapalooza, un refresco en lata gratuito o para ver a sus ídolos entre los youtubers. Un mundo de jóvenes que, igual que sus pares chilenos, anhelan un celular de alta gama y unas zapatillas de marca. Un mundo donde la vida se reduce a reunir dinero en trabajos precarios y mal remunerados, para alcanzar un lugar que imaginan inalcanzable. Para ellos, es preferible tener que ser. Están convencidos de que el respeto y el estatus en la sociedad mezquina que habitan se obtienen así.
Al caer el sol, los tres (o cuatro o cinco) Chiles se separan, y como dice la canción “La fiesta” de Serrat, cada uno regresa a su lugar. “Vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas…”. Y entonces ves las enormes filas de autos saliendo del mall raudamente hacia sus hogares, cargados con bolsas que a menudo contienen compras innecesarias. Y observas a los cientos de personas que marchan hacia el metro o a los múltiples paraderos de micros que los llevan a sus destinos. Dos o tres horas después, llegan a Maipú, Pudahuel, La Pintana, San Bernardo, La Pincoya, La Granja, Conchalí, Quilicura o cualquier otra zona alejada, para, al amanecer del día siguiente, volver a salir en busca del difícil pan de cada día.
Así, día tras día, cada Chile sigue sin rozar a los otros, porque algunos -los menos- actúan como el peor ciego que no quiere ver, y los demás ven, pero ni la mayor imaginación podría permitirles comprender la distancia que hay entre sus distintas formas de vida. Y no pasa nada. El país sigue su curso, creyendo que ese es el ritmo normal. Nadie se rebela, nadie muestra su ira. Nadie vive un día de furia. Nadie reflexiona sobre cómo cambiar esa realidad, ni menos aún, sobre las causas que la originan.
Todos coinciden en que es maravilloso que haya personas tan exitosas como el dueño del mall y que él les brinde trabajo. Y, sin duda, todo lo malo es culpa de “los políticos”, y quien sea electo, ellos siempre tendrán que seguir trabajando sin importar las circunstancias. Porque el mundo ha sido así siempre.
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