
¿La falta de un proyecto socialista claro y actualizado es una indicativa de debilidad? Esta interrogante, que algunos catalogan como retórica, nos lleva a una reflexión más profunda: la importancia de contar con una orientación histórica que dé significado a la acción política más allá de los ciclos electorales o de los cálculos oportunistas.
Existen quienes argumentan que lo fundamental es “tener una hoja de ruta”. Otros piden una narrativa que cohesione, inspire y organice. Sin embargo, quizás el mayor acto de responsabilidad política radica en aceptar que no hay, en este momento, una alternativa clara al capitalismo y que reconocer esta realidad —lejos de ser una renuncia— puede ser el inicio de una reflexión genuina.
El socialismo no comienza desde cero. A diferencia de lo que se suele pensar, no está desprotegido. Cuenta con un legado que incluye la defensa inquebrantable de los derechos humanos, la igualdad real entre hombres y mujeres, el respeto a las diversidades, la inclusión de la dimensión ecológica y, sobre todo, la firme convicción en la democracia como forma de vida y gobierno. Todo esto no es un simple adorno discursivo, sino el núcleo de un legado que necesita desplegarse con más coherencia y profundidad.
Esta distinción no es menor frente a las derechas contemporáneas, que en lugar de ofrecer una alternativa republicana y liberal, muchas veces optan por alinearse con el avance de la ultraderecha. En este contexto, el socialismo democrático —incluso sin un proyecto establecido— mantiene una diferencia de principios. Donde el socialismo se muestra indeciso, las derechas tienden a radicalizarse. Donde falta visión, abunda el oportunismo.
En el ámbito económico, es cierto que el horizonte se ha reducido. Se tiende a mirar con interés hacia modelos como el Estado de bienestar. No obstante, este modelo debe ser visto no como un ideal definitivo, sino como una manera de corregir las patologías del capitalismo sin renunciar a la posibilidad de imaginar alternativas más justas. Reformar, lejos de ser una rendición, puede ser la forma más rigurosa de enfrentar el presente.
La experiencia chilena ejemplifica claramente esta tensión. Durante la transición, el crecimiento económico permitió avances significativos en las condiciones de vida. Sin embargo, este progreso no se vio complementado por una reflexión cultural que abordara sus efectos subjetivos: el individualismo extremo, la desconfianza en lo colectivo, la pérdida de propósito. No puede haber política económica sin consecuencias culturales. Además, no es irrelevante el tipo de desarrollo y crecimiento que se promueve, ya que también forma el ethos social.
El proceso constitucional evidenció las consecuencias de ignorar esta dimensión. Se confundió tener razón con poseer legitimidad, y se pasó por alto la relación entre transformación y pertenencia. Salvador Allende entendió esto: entre la ortodoxia del socialismo real y la adaptación acrítica a la socialdemocracia, eligió un camino propio, fundamentado en la historia democrática del país y la tradición de lucha del movimiento popular.
El socialismo no debe transformarse en una rutina ni en una simple etiqueta. Debe ser una tradición crítica, que se cuestione a sí misma y que transforme sin renunciar a sus principios. Es cierto que actualmente no hay un proyecto definido. Pero eso no significa que debamos rendirnos a la improvisación. Fingir certezas es un modo de evasión. En cambio, plantear las preguntas adecuadas —incluso sin respuestas definitivas— ya es una forma de asumir la responsabilidad política.
Recuperar el Proyecto no implica regresar al pasado ni reproducir fórmulas agotadas. Consiste en asumir la tarea de construir una orientación histórica que, sin prometer lo imposible, rearticule una vocación transformadora con un sentido ante los desafíos actuales.
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