
Francisco J. Flores R. Psicólogo y Director de ONG Mente Sana.
¿Significa que es una señal de debilidad no poseer un proyecto socialista claro y actualizado en la actualidad? Esta interrogante, que algunos consideran meramente retórica, nos lleva a reflexionar sobre algo más profundo: la necesidad de una guía histórica que dé sentido a la acción política más allá de los ciclos electorales o de los cálculos estratégicos.
Se ha dicho que lo fundamental es «tener una hoja de ruta». Otros reclaman una narrativa que una, inspire y organice. Pero quizás el mayor acto de responsabilidad política radica en reconocer que, en este momento, no hay una alternativa claramente representativa al capitalismo, y aceptar esto —lejos de ser una renuncia— podría ser el punto de partida para una reflexión auténtica.
El socialismo no nace desde cero. A diferencia de lo que se suele pensar, no está desprotegido. Cuenta con un legado que abarca la defensa innegociable de los derechos humanos, la igualdad real entre hombres y mujeres, el respeto por la diversidad, la consideración de la dimensión ecológica y, sobre todo, la convicción en la democracia como un estilo de vida y un sistema de gobierno. Todo esto no es solo un adorno discursivo, sino el núcleo de un legado que debe ser desarrollado con mayor coherencia y profundidad.
Esta distinción no es trivial hoy frente a las derechas actuales, muchas de las cuales, en lugar de proponer una alternativa republicana y liberal, han optado por rendirse ante el avance de la ultraderecha. En tal contexto, el socialismo democrático —aún sin un proyecto completamente desarrollado— mantiene una diferencia de principios. Allí donde el socialismo se cuestiona, las derechas avanzan en su radicalización. Donde falta visión, abunda el oportunismo.
En el ámbito económico, es cierto que el panorama se ha vuelto más limitado. A menudo se mira hacia modelos como el Estado de bienestar. Sin embargo, este modelo debe ser entendido no como un ideal absoluto, sino como un medio para corregir las deficiencias del capitalismo sin renunciar a la posibilidad de imaginar alternativas más equitativas. Reformar, lejos de ser una rendición, puede ser hoy la forma más rigurosa de enfrentar la realidad.
La experiencia chilena ilustra claramente esta tensión. Durante la transición, el crecimiento económico permitió mejoras significativas en las condiciones de vida. Sin embargo, ese avance no fue acompañado de una reflexión cultural que abordara sus efectos subjetivos: el individualismo extremo, la desconfianza hacia lo colectivo y la pérdida de sentido. No hay política económica sin consecuencias culturales. Y no es lo mismo qué tipo de desarrollo y crecimiento se promueve: también influye en la ética social.
El proceso constitucional evidenció las consecuencias de no atender esta dimensión. Se confudió tener la razón con tener legitimidad y se ignoró el vínculo entre transformación y pertenencia. Salvador Allende lo entendió: entre la ortodoxia del socialismo real y la adaptación acrítica a la socialdemocracia, eligió un camino propio, forjado a partir de la historia democrática del país y de la tradición de lucha del movimiento popular.
El socialismo no debe caer en una rutina ni en una etiqueta. Debe ser una tradición crítica que se cuestione a sí misma, que transforme sin renunciar a sus principios. Es verdad: hoy no hay un proyecto concluido. Pero eso no conlleva a capitular ante la improvisación. Fingir certezas es una forma de evasión. En cambio, formular las preguntas adecuadas —incluso sin respuestas definitivas— ya es un acto de responsabilidad política.
Recuperar el proyecto no implica regresar al pasado ni replicar fórmulas desgastadas. Es asumir la tarea de construir una guía histórica que, sin prometer lo inalcanzable, rearticule una vocación transformadora con un propósito ante los desafíos actuales.
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