Cada compás es un desvío que conduce al mismo destino.

Coltrane humedece la caña de su saxofón con la serenidad de quien sabe manejar su propio instrumento mortal. La batería inicia sola, marcando un tiempo vacío, como un eco desangelado. Un latido seco y persistente. Unos breves instantes de engañosa calma, lo suficiente para engañar a los oyentes haciéndoles creer que hay un plan.

Y de repente, lo empujan al escenario.

Sin advertencia, sin introducción, sin acordes que suavicen la caída. Countdown se desploma en el aire como un ascensor sin cables. El saxofón irrumpe solo, cortando la noche como si fuera de cristal y urgencia. Lo primero que se siente es un vértigo. El mismo que debió haber experimentado el pianista al darse cuenta de que Coltrane había comenzado sin él. Pero esa es la esencia: Countdown no espera a nadie. Es un atraco a plena luz del día, una prueba mortal para cualquier saxofonista, una trampa de la que pocos logran escapar.

El oído busca un punto fijo, algo a lo que aferrarse, pero no existe tal cosa. Los acordes cambian antes de que uno pueda identificarlos. Cada nota está exactamente en el lugar que le corresponde, pero ninguna se encuentra donde se la anticipa. No es caos. Es precisión a una velocidad sobrehumana. Como si alguien hubiera doblado todas las reglas del jazz hasta el límite y, justo antes de romperlas, hubiera decidido hacerlas funcionar de una manera diferente.

En el jazz, como en la vida, pocos se atreven a dar ese salto. Y por ello, aún menos se atreven a seguir sus pasos.

La Ilusión de la Estructura

No todos lo perciben de inmediato.

Algunos solo escuchan el impacto, la furia del saxofón arrojado al abismo. Pero hay un instante—apenas una fracción de segundo—en el que todo se alinea. No es evidente. Es un destello, un parpadeo en el que la maraña de notas se organiza en patrones que no existían hace un momento. Es la diferencia entre ver un truco de cartas y comprenderlo.

Porque no, Countdown no es solo improvisación desenfrenada. Es un mecanismo de relojería oculto bajo una avalancha de sonido. Cada giro inesperado estaba planeado antes de que sucediera, cada falso desvío llevaba exactamente a donde debía llegar. Como un ilusionista que parece lanzar cartas al azar, pero que revela al final que todas estaban en el lugar correcto desde el principio.

La trampa es elegante: no es que la estructura no exista, es que no se encuentra donde se la espera. Los acordes no desaparecen, pero se mueven antes de que el oído pueda captarlos. Coltrane no avanza en línea recta, salta en ángulos imposibles. Cada compás es un desvío que conduce exactamente al mismo destino.

Algunos solo escuchan ruido. Otros comprenden demasiado tarde.

En el jazz, como en la vida, no se trata de seguir el ritmo. Se trata de anticipar dónde estará antes de que llegue.

Las Reglas Secretas del Juego

Solo algunos podrán captar las claves. Como si el efecto del cannabis, en el momento preciso, revelara una verdad prohibida. Algo que siempre estuvo presente, pero que pocos lograron ver.

Para comprender lo que está ocurriendo aquí, es necesario observar lo que falta. Tune Up, el tema de Miles Davis sobre el que se basa Countdown, presenta una progresión sencilla, casi predecible. Pero Coltrane no toca esos acordes. Los sustituye.

Y aquí radica el truco.

En lugar de moverse con la lógica esperada, salta en terceras mayores, creando un ciclo de acordes que desorienta al oído entrenado en progresiones más convencionales. Cada acorde parece abrir una puerta a otra tonalidad antes de que el oído pueda procesar la anterior. No es que la armonía desaparezca: se transforma en un blanco en constante movimiento.

Esto es lo que se conoce como los Coltrane changes. No es un truco menor. Es un golpe de estado armónico. En lugar de avanzar con la estabilidad de un sistema tradicional, la armonía está en constante fuga, guiando el oído hacia lugares inesperados.

Pero aquí está el truco: Coltrane entra sin previo aviso.

El saxofón ataca solo, sin la introducción armónica habitual. La batería y el contrabajo sostienen la tensión, pero el piano—esa referencia que normalmente define la armonía—permanece en silencio. No hay acordes marcando el rumbo. Solo vacío y velocidad.

No comprenden que el truco no reside en la velocidad, sino en la dirección. Coltrane no está simplemente tocando notas: se mueve en un mapa que él mismo ha diseñado, usando rutas que nadie más se había atrevido a trazar.

Y, sin embargo, nunca se pierde. Porque esta estructura—este mecanismo oculto que se despliega a medida que avanza—es suyo.

No es caos. Es la diferencia entre quien camina ciegas y quien ya ha visto el plano antes de comenzar.

Y si lo entendiste, entonces ya sabes de qué lado estás.

El Último Compás

El pianista todavía lo está buscando. No sabe en qué compás entró Coltrane, si fue demasiado temprano o si llegó demasiado tarde. Quizás ambos. La armonía que debía estar presente se ha esfumado, reemplazada por algo imprevisto.

Porque siempre hay alguien que no espera. Que entra antes de tiempo, sin previo aviso, sin concesiones. Que no necesita el acorde anterior para saber cuál es el siguiente.

El saxofón sigue avanzando. Las notas caen, rebotan, atraviesan el aire sin pedir permiso. No hay forma de detenerlo. Lo único que queda es decidir si seguirlo o quedarse rezagado.

En el jazz, como en la vida, hay quienes esperan. Y hay quienes llegan un compás antes.

Con Información de desenfoque.cl

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