La conducta de Donald Trump se basa en una comprensión rígida de la soberanía, lo que le impide reconocer que incluso las naciones más poderosas deben interactuar con otros países bajo principios y normas consensuadas.
Esta perspectiva refleja su personalidad dominante, resultando en una resistencia a adaptarse a las normas establecidas por la sociedad estadounidense a lo largo de su historia democrática.
Las repercusiones de esta actitud no son favorables para Estados Unidos.
A nivel interno, se generan tensiones institucionales.
Una democracia funciona gracias a un sistema de pesos y contrapesos que depende de una relación respetuosa entre los diversos poderes del Estado.
Actualmente, se observa un aumento de estas tensiones entre los poderes judicial y legislativo.
El uso excesivo de órdenes ejecutivas, que equivale a gobernar por decreto, está superando las competencias del poder legislativo.
Además, la implementación abrupta de medidas administrativas que afectan derechos fundamentales busca eludir recursos legales válidos, lo que afecta claramente las atribuciones de los tribunales.
En el ámbito internacional, se evidencia un desprecio por los principios y normas que regulan las relaciones con otros actores de la comunidad global.
Su equivocación radica en suponer que su gobierno, solo por la posición de poder de Estados Unidos, puede actuar de manera unilateral, imponiendo sus criterios sin considerar la cooperación necesaria con otros países y organizaciones que conforman la comunidad internacional.
Los acontecimientos demuestran lo contrario: ningún país, por muy poderoso que sea, puede actuar de forma aislada en un mundo que enfrenta múltiples desafíos.
Esto ya lo está reconociendo el presidente estadounidense, quien se ve forzado a ajustar o posponer ciertas medidas que había proclamado con gran entusiasmo.
Edgardo Riveros Marín.
Ex subsecretario de Relaciones Exteriores y académico.
Universidad Central de Chile.
Con Información de chilelindo.org