«Si te esfuerzas, alcanzarás tus metas» (O al menos eso te enseñaron en la escuela pública)
Las series tienen una característica incómoda: reflejan con escalofriante claridad la sociedad de la que surgen, incluso si intentan ocultarlo. Mad Men y Billions no son la excepción. En su aparente celebración del éxito y en la cuidadosa construcción de personajes que representan la cima del capitalismo, ambas revelan lo que el discurso público a menudo quiere disimular: la meritocracia no es real.
Si el talento fuera suficiente, Don Draper seguiría siendo Dick Whitman. Si el esfuerzo fuera la clave del éxito, Bobby Axelrod habría sido despedido en septiembre de 2001.
Aun así, allí están: uno vendiendo ilusiones y el otro gestionando dinero ajeno. Ambos en la cúspide.
La repetición constante de la meritocracia por parte de ciertas élites no es casual. Es una doctrina creada para consolar a quienes nunca alcanzarán el poder, haciéndoles creer que el sistema es justo, que solo se necesita un poco más de esfuerzo, que su falta de éxito es solo cuestión de no haber trabajado lo suficientemente duro. Mientras tanto, aquellos que realmente ganan el juego ni siquiera participan en la farsa; saben algo que rara vez se menciona en los discursos motivacionales: no esperan que las reglas les beneficien; las modifican a su favor.
Durante décadas, el cine y la televisión han creado narrativas sobre el ascenso social, glorificando la historia del hombre que se hace a sí mismo, la dignidad del esfuerzo y la inevitable recompensa del sacrificio. Pero eso ha cambiado. Ahora, cuando las grietas del sistema son demasiado evidentes y las reglas ya no se siguen ni como una simulación, el espectáculo ha optado por un enfoque más sincero: contar la verdad.
Mad Men y Billions nos revelan lo que siempre estuvo detrás de la narrativa oficial: que el talento y el esfuerzo importan, sí, pero no son las variables que determinan quién alcanza la cima. Para eso se requiere algo más: el cinismo necesario para entender el juego. La frialdad de saber cómo jugarlo. Y, sobre todo, la falta de escrúpulos para ignorar las normas cuando conviene.
El esfuerzo es importante. Como distracción.
Don Draper: El hombre que comercializó el sueño americano
La publicidad nos ha enseñado que el éxito es el fruto inevitable del talento. Lo ha hecho con la misma insistencia con la que asegura que un coche puede devolverte la juventud o un reloj puede proyectar solvencia y sofisticación. El mensaje siempre es el mismo: los productos correctos nos transforman en las personas correctas, y la persona correcta siempre avanza. Un eslogan efectivo, repetido constantemente, parece finalmente una verdad indiscutible.
Don Draper comprendió esto mejor que nadie.
Convertido en ícono de Madison Avenue, arquitecto de las campañas que enseñaron a los estadounidenses a desear lo que no necesitaban y a sentirse especiales por comprar lo mismo que los demás, su historia parece comprobar que la creatividad y la ambición pueden convertir a un hombre en un símbolo. Pero si la verdadera esencia del éxito estuviese realmente ligada al mérito, si la estructura premiara el esfuerzo con la misma naturalidad con la que castiga la incompetencia, ¿por qué Don Draper nunca fue conocido como Dick Whitman?
Porque Don Draper nunca existió.
Antes del whisky en las manos y de los trajes impecables, antes de los discursos pulidos y de los jingles publicitarios que vendían felicidad en frascos de vidrio, Draper era Whitman: un niño pobre, sin apellido, sin conexiones y sin margen de error. En el mundo que lo rodeaba, la movilidad social era un concepto teórico, útil para discursos de graduación y artículos optimistas en revistas de negocios, pero irrelevante en la práctica. Para Whitman, la única alternativa a la irrelevancia no era trabajar más que los demás; era dejar de ser él mismo.
La meritocracia es una narrativa que funciona bien en los libros de autoayuda y en las entrevistas a ejecutivos exitosos que recuerdan sus ascensos como el resultado inevitable de su talento. En la realidad, las estructuras premian a quienes ya están dentro y toleran a quienes logran parecer que siempre pertenecieron. Whitman nunca habría llegado a ser socio de Sterling Cooper. Draper sí. Por eso robó su identidad. No para conseguir más oportunidades, sino para conseguir alguna.
Roger Sterling no tuvo que reinventarse. No tuvo que robarse un nombre ni construir un personaje. Hijo del fundador de Sterling Cooper, heredó la agencia y con ella, el derecho automático a la cima. No necesitó talento, solo un apellido.
Se dice que el talento abre puertas, pero si eso fuera cierto, ¿por qué tendría el esfuerzo que disfrazarse?
Es crucial detenerse aquí. Porque si la historia de Draper fuese una anomalía, una excepción dentro de un sistema mayormente equitativo, podríamos minimizar su engaño a un simple artefacto menor, una rareza sin profundas implicaciones. Pero no lo es. No se asciende sin comprender el juego, sin saber que las reglas no existen para limitar, sino para ser reinterpretadas según la necesidad. Draper fue uno de los que entendió esto. Lo que no comprendió, o lo que entendió demasiado tarde, es que la reinvención constante no es sostenible. Que no se puede vender una identidad sin convertirse en el producto. Que, en algún momento, incluso el mejor publicista se queda sin relato.
Cuando alguien insiste demasiado en que el esfuerzo lo es todo, pregúntale de quién es hijo.
Bobby Axelrod: El hombre que no debería estar ahí

La narrativa del ascenso social es reconfortante. La historia del self-made man, del hombre que se abre camino desde la nada hasta el éxito, es una de las fábulas más poderosas del capitalismo. Su atractivo radica en la promesa de que el éxito no es un privilegio, sino una recompensa. La idea es simple: basta con esforzarse más que los demás. Lo suficientementelo suficiente para que, con el tiempo, se abran las puertas del poder.
Bobby Axelrod se dejó llevar por este relato. O, al menos, lo intentó. Creció en Yonkers, en un vecindario donde el dinero no era una herramienta de especulación, sino una necesidad constante. No aprendió sobre mercados en un posgrado, ni sobre estrategia en la sala de juntas de una multinacional. Su educación financiera comenzó en la precariedad. Observó a los que no podían permitirse fallar, a quienes no tenían margen para el error.
El hipódromo fue su primera escuela. No miraba a los caballos, sino al dinero. ¿Quién apostaba? ¿Cuánto? ¿Cuándo? Sabía que la carrera no se decidía en la pista, sino antes, en los movimientos invisibles que anunciaban lo que el resto no podía ver. Aprendió a leer el lenguaje oculto de los corredores de apuestas, de los propietarios, de los entrenadores. Observó cómo un apostador disminuía su monto en el último minuto, cómo otro se apostaba en contra de su propio caballo, cómo un tercero modificaba las cuotas sin levantar sospechas.
Ahí, en esos detalles, estaba el resultado antes de que la carrera comenzara.
¿No es así como funciona el mundo?
El 11 de septiembre de 2001, todos los socios de Axe Capital murieron en el World Trade Center. Axelrod no estaba en la oficina ese día. Sobrevivió. Iban a despedirlo. Terminó siendo el propietario de todo.
Chuck Rhoades, el fiscal de Nueva York que lo persigue, no heredó un puesto, pero sí algo más valioso: una red de contactos que aseguraba que su carrera comenzara mucho más arriba que la de los demás. Su padre, una figura clave en las élites, se aseguró de que nunca tuviera que enfrentarse a las barreras que detienen a otros.
Si la meritocracia fuera más que un recurso narrativo para discursos de graduación, si el éxito fuese realmente el resultado inevitable de la capacidad y el esfuerzo, ¿cuántos de los que murieron en esa oficina eran menos capaces que Axelrod?
Ese día, el destino tuvo un papel. Pero el destino no es suficiente. Hay que saber aprovechar la oportunidad. Axelrod no dudó.
El dinero, al igual que en el hipódromo, no se mueve solo. Se mueve con información. Y quien tiene la información, tiene la ventaja. Axelrod construyó su fortuna con esa premisa. Sabía que en Wall Street las reglas no se rompen sin razón: se rompen cuando seguirlas es más costoso que violarlas. Sabía que las normas no eran límites, sino herramientas. Pueden usarse para protegerse. Pueden usarse para destruir al adversario. Se pueden ignorar si hay alguien más dispuesto a soportar las consecuencias.
Es curioso cómo las historias más claras de meritocracia suelen estar ligadas al crimen. Axelrod lo entendió mejor que nadie. No porque se considerara un delincuente, sino porque supo que, en el nivel en el que él jugaba, la diferencia entre lo legal y lo ilegal era una cuestión de perspectiva.
La ley parece el único espacio donde el talento y el esfuerzo llevan a la cima. Pero Axelrod nunca fue tan ingenuo. No jugaba para ganar. Jugaba para asegurarse de que los demás perdieran. La diferencia es significativa.
El talento financiero es importante. Pero no es lo que define quién gana y quién pierde. Lo que realmente marca la diferencia es saber cuándo atacar y a quién.
La narrativa del mundo empresarial insiste en que el éxito depende de la constancia, el sacrificio y la resiliencia. Pero Billions es más honesta: te revela que la cima está reservada para quienes comprenden que jugar limpio es una opción, no una obligación.
Axelrod construyó su imperio con esta lógica. Sabía que la vida es una carrera, pero no gana quien corre más rápido. Gana quien entiende quién mueve las apuestas y cuándo debe actuar.
Y él nunca miró hacia atrás.
Porque, como bien sabemos, el éxito siempre conlleva una condena.
El arte de olvidar
Desde abajo, todos aspiramos a ser Don Draper o Bobby Axelrod. No para llevar sus cargas ni para redimir sus culpas, sino para mover las piezas del tablero con su destreza. Queremos su instinto, su cinismo, su capacidad para reescribir las reglas sin despeinarse. Predicamos el esfuerzo con devoción, la disciplina con solemnidad, el sacrificio con algo parecido al orgullo. Y, si tenemos suerte, al menos ascendemos un escalón.
No hasta la cumbre, por supuesto. Pero si tus padres lograron avanzar aunque sea un peldaño, quedarse en el mismo lugar ya no es estabilidad: es un retroceso.
Y ahí es donde empieza el verdadero talento: el arte de olvidar. Olvidamos los apoyos que nos impulsaron, los atajos que tomamos, las veces que doblamos las reglas sin mirar atrás. Olvidamos que la escalera no era para todos. Olvidamos que si jugamos limpio, fue solo cuando no había otra opción. Y entonces, con un gesto de falsa decencia, predicamos sobre el mérito, como si lo hubiéramos inventado.
El cine solía alimentar esa fábula. Las series, al menos, han decidido contar la verdad. No sobre el talento, ni sobre el esfuerzo, sino sobre la coreografía necesaria para parecer inocente al llegar demasiado lejos.
Y sí, me declaro culpable: yo también quise ser Draper. Yo también aplaudí a Axelrod. Yo también creí en el cuento… hasta que aprendí a contarlo mejor.
Con Información de desenfoque.cl